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El cardenal Carlo Maria Martini es visto en amplios sectores como la última gran voz progresista de la Iglesia, la contrafigura de Joseph Ratzinger, su rival en la elección papal. A sus 81 años, retirado, enfermo de párkinson, sigue dando guerra. Su último libro ha levantado ampollas en el Vaticano.
A un libro como el suyo, Martini no le hubiera aplicado su expeditivo método de lectura. Apenas una ojeada a la portada, a la introducción y al índice, en busca de la esencia. "El cardenal ha dicho siempre que cada libro tiene una sola idea. Él la encontraba enseguida". Lo cuenta Gregorio Valerio, un hombre alto y macizo que fue secretario personal de Carlo Maria Martini en sus últimos años como arzobispo de Milán. Valerio guarda en el despacho de su casa parroquial, en una barriada milanesa modesta, montones de libros, recuerdos variados y discos de música clásica regalados por su eminencia.
Lo mejor del cardenal lo conserva en la memoria. Por ejemplo, ese pasmoso método de lectura, gracias al cual leía en tiempo récord muchos de los libros que llegaban a diario al palacio arzobispal. Yendo al grano, dejando de lado lo superfluo. Un método inaplicable para su último libro, Coloquios nocturnos en Jerusalén, porque no contiene una única idea. Estamos ante el testamento espiritual y personal del hombre al que muchos consideran el máximo representante en la Iglesia de una línea liberal, dialogante, que apuesta por la comprensión de las sociedades laicas del siglo XXI y no por la contraposición.
En los coloquios redactados por Georg Sporschill, jesuita austriaco de 62 años, Martini habrá apreciado también ese impulso, orgé en griego, como le gusta decir al cardenal; esa cualidad vital que caracteriza a las obras inspiradas. Su publicación, en alemán, ha levantado ya la polvareda que suele acompañar a las declaraciones de Carlo Maria Martini, visto en muchos sectores de la Iglesia como la contrafigura de Benedicto XVI. Infatigable buscador de verdades, este turinés de buena familia parece conservar intacta a los 81 años la capacidad de escandalizar, de remover las aguas estancadas. Sin apenas levantar la voz, diciendo cosas que se alejan siempre del runrún oficial, de los lugares comunes, de los raíles particularmente rígidos de la institución a la que pertenece desde hace 56 años, la Iglesia Católica Apostólica Romana.
"El cardenal es simplemente un hombre que se atreve a pensar", dice el cirujano Ignacio Marino, que mantuvo con él un diálogo famoso, publicado por el semanario L'Espresso, en 2006. En él quedó patente el estilo Martini. El de un hombre dispuesto a escuchar las razones del otro, a buscar un punto de consenso, y sobre todo a no descalificar. Ahí está su sufrida aceptación de la investigación con ovocitos, antes de que las células que los constituyen comiencen a dividirse. O su rechazo al encarnizamiento terapéutico. Martini se ha esforzado por comprender el drama de los que practican la eutanasia, para evitar el sufrimiento a un ser querido, aun considerándolo un hecho terrible. Ante una de las bestias negras de la Iglesia, la homosexualidad, su postura es cuando menos humana. "Tengo conocidos que son parejas homosexuales, hombres muy estimados y muy sociables. Nunca se me ha pedido, ni a mí se me habría ocurrido, condenarles", declara en su último libro.
Ahí está también su crítica seria, erudita, nada reverencial al libro Jesús de Nazaret, publicado por Benedicto XVI el año pasado. "Un libro hermoso", declara el cardenal, aunque se ve claramente que su autor, "no ha estudiado directamente los textos críticos del Nuevo Testamento". O su rechazo a la misa en latín -"considero que el Vaticano II fue un paso adelante en la comprensión de la liturgia"- publicado en un diario económico poco después del motu proprio del Papa que autorizaba el viejo rito.
Martini ha tenido siempre un sello especial. El último libro, el último escándalo, no hace más que reforzar el mito de este estudioso atípico, autor de centenares de obras eruditas, muchas de ellas compendios de ejercicios espirituales, homilías y pláticas. Lo que dice el cardenal interesa. Aunque, ¿quién es realmente Carlo Maria Martini, el gran rival de Joseph Ratzinger en el último cónclave? ¿Quién es el jesuita que renunció a su estatus de príncipe de la Iglesia al jubilarse, para refugiarse en una austera residencia de la Compañía, cerca de Roma?
Gregorio Valerio, su fiel secretario, y Sandro, el chófer de toda una vida, le acompañaron a su nuevo domicilio un día de septiembre de 2002. Valerio recuerda todos los detalles. La habitación espartana, el estudio con una nevera vacía, el saco verde para meter la ropa sucia. El secretario se estremeció. "El cardenal suda mucho, me preocupaba que no tuviera ropa disponible. Aquella austeridad era algo tremendo. Los jesuitas, ya sabe como son", dice con gesto indescifrable. Felizmente supo antes de marchar que el cardenal -"aquí es padre Martini", había dicho uno de los internos- tendría baño propio. Cosas intrascendentes para quien cambió hace años una vida de comodidades por la severidad del mundo jesuita. Y además, Ariccia era sólo un lugar de paso. Su verdadero destino era Jerusalén.
"El cardenal era feliz allí", dice el cirujano Marino, senador del izquierdista Partido Democrático italiano, que le visitó hace un par de años en la Ciudad Santa para tres religiones. "Me citó un día temprano, para ir al Santo Sepulcro. Fue una experiencia única". Marino entorna un poco los ojos, y rememora. Serían las siete de la mañana. El árabe que custodia las llaves del sepulcro acababa de abrirlo. La soledad, el silencio, daban al interior un aire místico. "Martini me mostraba los restos arqueológicos con un dominio impresionante. 'Esto es histórico, esto otro no sabemos, aquello forma parte de la leyenda'. ¡Qué gran guía!". Y luego, al filo de las 10.30, como todos los días, el cardenal le llevó a la gasolinera, cerca del Instituto Bíblico, donde preparan el mejor espresso de la ciudad.
El sueño de Jerusalén quedó roto hace unos pocos meses. El párkinson que le atormenta hace progresos, y Martini tiene que someterse a un tratamiento en la residencia-hospital que los jesuitas tienen en Gallarate (a unos 30 kilómetros de Milán). Un caserón del siglo pasado rodeado por un jardín, donde el paciente lleva una vida rutinaria, sin renunciar al trabajo.
Corrige, cuando se encuentra con fuerzas, las pruebas de la versión italiana del libro de Sporschill, y avanza en el análisis de las anotaciones marginales, o escoria, del Códex Vaticano (el manuscrito que contiene la versión en griego más antigua que se conoce del Nuevo Testamento, junto al Códex Sinaiticus). ¿Podría recibir a la periodista? El cardenal no se encuentra con fuerzas. En un gesto que confirma su escaso apego a lo protocolario, Martini llama personalmente para disculparse. "Estoy en tratamiento médico. Mi salud falla. Siento mucho decirle que no, pero no estoy bien". Su voz suena infinitamente frágil a través del teléfono. Irreconocible. Imposible relacionarla con aquella voz imperiosa, remachando cada palabra, del arzobispo de Milán, en la entrevista que concedió a EL PAÍS nada más recibir el Premio Príncipe de Asturias, en 2000.
"Está aprendiendo a hablar otra vez. Trabaja con un logopeda", explica Franco Agnesi, una de las cuatro personas con las que Martini compartió vida en su etapa de arzobispo. Agnesi, que acaba de visitarle en Gallarate, cuenta que sigue añorando Jerusalén. "Le duele no estar allí, pero mantiene el sentido del humor. Yo le cité la frase del Evangelio de San Juan, del capítulo 21: 'Cuando seas viejo te llevarán adonde no quieres".
Carlo Maria Martini fue enviado adonde no quería siendo todavía un hombre joven. La decisión de Juan Pablo II de nombrarle arzobispo de Milán llegó en diciembre de 1979 y cayó como una bomba en los palacios obispales de Italia. ¿Quién era aquel jesuita, estudioso de las Sagradas Escrituras, sin experiencia pastoral alguna, que escalaba hasta lo más alto de la jerarquía nacional? ¿Qué sabía del mundo de la curia, de las obligaciones profesionales de un arzobispo, el estudioso y tímido Martini? A toda prisa, el papa le consagró obispo después del nombramiento con el que soñaban buena parte de los obispos de Italia. Él, el jesuita alto, de porte aristocrático, tímido y reservado, no aspiraba a la diócesis de San Ambrosio. Estaba a gusto como rector de la Universidad Gregoriana, un puesto en el que llevaba poco más de un año, después de casi nueve dirigiendo el Instituto Bíblico de Roma.
El salto entre un cargo y otro había sido casi imperceptible. La Gregoriana y el Instituto están casi puerta con puerta, en un rincón relativamente tranquilo del centro histórico de Roma. Martini pasó de una habitación austera a otra habitación austera. De una vida en comunidad -con baño compartido- a una vida en comunidad, un peldaño más arriba en el escalafón académico eclesiástico. Stephen Pirani, el jesuita estadounidense que fue su alumno y es hoy rector del Bíblico, recuerda cuánto lamentó su marcha. "Como profesor tenía una gran claridad de ideas. Era capaz de explicar admirablemente una cosa tan rara como es la Crítica Textual, su especialidad". Pirani ha mantenido el contacto con el cardenal desde los años setenta. Porque Martini no se apartó nunca, ni siquiera agobiado por el peso de la diócesis más grande de Europa, de su pasión por manuscritos y papiros bíblicos.
Cambió de ciudad y de vida, después de obtener el permiso del superior general de los jesuitas, Pedro Arrupe. Se instaló en el ala noble del palacio arzobispal, el que se asoma a la Via del Duomo. Y aprendió deprisa. Se percató enseguida del ritmo frenético de la ciudad. De la peculiaridad de su tarea pastoral en tiempos violentos. Los años de plomo daban sus últimos coletazos, con acciones terribles del terrorismo negro y de las Brigadas Rojas, que disparaban a las piernas a hombres de negocios y profesores universitarios. Condenó el terrorismo, pero no se negó a escuchar a los terroristas. Celebró funerales por las víctimas y bautizó en cierta ocasión a dos gemelos concebidos durante uno de aquellos juicios de alta seguridad contra brigadistas rojos. Martini visitó las cárceles, convencido de que en ellas no había espacio para la "rehabilitación de los presos"; recorrió hospitales y parroquias. Y desde el púlpito condenó el escándalo de Tangentópolis, el sistema de corrupción político-económica que acabaría por dinamitar la vida política italiana a comienzos de los años noventa.
Nada de esto le distinguió de los demás obispos. Fueron otras iniciativas las que dieron pie al mito Martini. La primera, leer el Evangelio a los jóvenes y dar espacio al silencio y a la meditación en sus vidas. La Escuela de la Palabra, como se denominó a estos encuentros mensuales, se revelaría todo un éxito. El Duomo registra llenos espectaculares en cada cita. Miles de jóvenes se reúnen ante el altar para escuchar los textos sagrados y meditar un rato sobre la propia vida.
En medio del frenesí diario de Milán -junto a Turín, motor económico de Italia-, Martini predica silencio y pausa. El segundo gran acierto del cardenal (Wojtyla le concede la birreta en 1983) llega en 1987. Y será bautizado como la cátedra de los no creyentes. Encuentros esporádicos con intelectuales laicos para debatir sobre las razones de la duda, de la fe, o de la falta de fe. Una frase del libro de Ratzinger Introducción al cristianismo, en la que reflexiona sobre el "no creyente que hay en todo creyente", le da la idea. El cardenal se inspira también en la sentencia del filósofo Norberto Bobbio: "Lo importante no es creer o no creer, sino pensar o no pensar". A partir de ahí, la cátedra despega. Martini debate con el semiólogo Umberto Eco y con decenas de intelectuales en aulas universitarias y salas de conferencias. Muchos de los coloquios se publicaron. No es casual que en 2000, tanto Eco como el cardenal reciban el Nobel español, el Premio Príncipe de Asturias.
A Martini le costó aceptar ese honor. Normalmente rechaza los premios. Le abruman los elogios, le interesan sólo los comentarios críticos, de los que aprende más. Ya lo dice el lema de su escudo cardenalicio: "Amar las cosas adversas por amor a la verdad", sacado de las reglas pastorales de san Gregorio Magno. Aunque Martini es, por encima de todo, un jesuita. Aprecia el silencio y las pausas en el ajetreo diario. Una regla de oro que mantuvo siempre en sus años de arzobispo. "Me obligó a dejar en blanco su agenda los jueves por la mañana", cuenta su secretario, Valerio. Salían en coche hacia la montaña. Una vez en el punto elegido, cada uno se iba por su lado. Eso sí, con el teléfono móvil en el bolsillo.
Sin ser un montañero, Martini conserva de su infancia la afición por las excursiones a los Alpes. Las largas vacaciones familiares se dividían entre las playas de Liguria y las montañas cercanas a Turín. Su padre prefería las marchas. De arzobispo, Martini se atrevía a escalar los picos alpinos. Casi siempre los de la vertiente de la Suiza italiana, para no ser reconocido. Luego, purificado por las alturas y la soledad, regresaba a la curia y retomaba su agenda.
Gregorio Valerio le recuerda siempre correcto, incapaz de una mala palabra, aunque siempre distante. "Es un hombre pasional, pero se domina. Lo consigue a fuerza de voluntad y entrenamiento". Vestía clergyman, salvo en las salidas pastorales. Moderado en las comidas, el cardenal seguía una dieta férrea, dirigida por un especialista, al menos un par de semanas al año. Motivos de salud o quizá un deseo de purificación física. Hay un lado curioso también en la personalidad del intelectual, biblista de fama internacional y pensador rebelde: sus dotes de catador de vinos. "Al arzobispado llegaban muchos regalos, a veces cajas de vino. Yo siempre me fiaba de la opinión del cardenal. Cuando decía: 'Éste es un excelente vino de mesa', yo sabía que el vino no valía nada", cuenta su secretario.
El cardenal pasaba horas en su estudio privado, casi siempre con la puerta abierta. Cuando la cerraba era una señal de que no debían molestarle. Martini compartía mesa en el desayuno, comida y cena con sus colaboradores directos. El entonces número tres de la curia milanesa, Franco Agnesi, le define como un hombre con gran sentido del humor, aunque siempre contenido, distante. Una compostura que algunos feligreses interpretaban como insuperable frialdad. "Cuando te saludaba, después de las misas en el Duomo, era como una esfinge", cuenta un milanés devoto, que no oculta sus preferencias por el nuevo arzobispo, Dionigi Tettamanzi.
Martini siempre ha creído en la potencia de la razón, en perfecta armonía con su fe. Algo que le ocasionó en Milán algunos problemas. "Comunión y Liberación le hizo la vida bastante difícil", dice Agnesi. Era entonces un movimiento joven, muy ligado a la derecha política, en una fase de agresiva expansión. El cardenal encajó la situación con su autocontrol habitual. Sin dejar de apreciar por eso dos cualidades en estos movimientos. Por un lado, su redescubrimiento de Cristo; por otro, su capacidad de establecer relaciones muy intensas dentro del grupo.
Amigos y adversarios, colaboradores y meros observadores coinciden en considerar a Martini un hombre enormemente reservado. Su educación, su historia, los golpes de la vida han hecho de él una persona casi impenetrable. El segundo de tres hermanos, Carlo Maria Martini nació el 15 de febrero de 1927 en Turín, en una familia de la burguesía industrial. Leonardo, su padre, era un ingeniero con una boyante empresa constructora. Su madre, Olga, una católica extraordinariamente devota. El niño fue enviado al colegio de los jesuitas, uno de los más prestigiosos de la ciudad. Y allí surgió la vocación. "A mi padre no le gustó demasiado la idea", diría después Martini. Quizá tenía otros proyectos para él, pero su destino estaba marcado. Sería jesuita.
Los primeros años de formación coincidieron con la II Guerra Mundial, pero los Martini no pasaron especiales apuros. A los 25 años, Carlo Maria es ordenado sacerdote. Una década después, tras licenciarse en teología y filosofía y completar su formación de jesuita, ocupa la cátedra de Crítica Textual en el Instituto Bíblico de Roma. En 1972 conoce a Karol Wojtyla, arzobispo de Cracovia, que le invita a visitar a los expertos bíblicos de su ciudad. Martini hizo el viaje en coche con su hermano mayor, Francesco. Fue el último que hicieron juntos. En octubre de 1972, su hermano muere de infarto cerebral. En apenas 18 meses, Martini pierde también a sus padres. La familia del cardenal se reduce ahora a su hermana menor, Maria Stefania, y sus sobrinos, Giulia y Giovanni.
Son golpes de la vida que le han marcado, como la enfermedad. El párkinson le acecha desde comienzos del nuevo milenio. Pese a los iniciales desmentidos oficiales, la noticia es del dominio público antes del cónclave de 2005. La muerte de Juan Pablo II ese año brinda una ocasión a la Iglesia para afrontar quizá la reforma que muchos desean. Los seguidores de Martini confían en sus posibilidades de ser elegido. "Habría sido peor", dice el vaticanista del diario conservador Il Giornale Andrea Tornielli. "Martini habría dividido a la Iglesia mucho más que Ratzinger". El cardenal se presenta en Roma apoyado en un bastón. Los expertos saben que el bastón significa "no me elijáis, estoy enfermo", en el metalenguaje vaticano.
Martini sufre el mismo mal que ha convertido en un infierno los últimos años de Juan Pablo II, aunque en un grado mucho menos agudo. Por eso, el cardenal sigue activo. Divide sus días entre Jerusalén y Ariccia. Acude a las reuniones de las congregaciones vaticanas de las que forma parte. Y sigue dirigiendo ejercicios espirituales. Los últimos, este mismo año, vuelven a ser motivo de polémica. El cardenal habla ante un grupo de sacerdotes, y denuncia la envidia "como vicio clerical por excelencia". Habla también de la calumnia. Recuerda que en sus años de arzobispo en Milán llegaban decenas de cartas anónimas repletas de calumnias contra sacerdotes y prelados que él mandaba quemar. "La mayoría procedentes de Roma".
Al día siguiente, la homilía de Martini está en el diario La Repubblica, y es la comidilla en los corrillos vaticanos. "Creo que el cardenal es un poco ingenuo. A veces dice cosas sin comprender que pueden ser utilizadas erróneamente", opina el obispo Vincenzo Paglia, amigo personal de Martini. "No es un hombre de izquierdas, aunque se empeñan en convertirlo en el anti-Papa. No tiene una visión política, sino una visión evangélica de la Iglesia. Es cierto que habla con libertad, pero muchas veces se le malinterpreta".
No sólo sus amigos y antiguos colaboradores coinciden en lamentar la "distorsión" mediática que ha convertido al cardenal en un personaje de izquierdas dentro de la jerarquía católica. También quienes le contemplan con más distancia, como el vaticanista Tornielli, creen que el personaje Martini es una invención de algunos periodistas. "Se empeñan en eso, como se empeñaron en afirmar que Ratzinger fue elegido en el último cónclave gracias a su apoyo. Lo cual es absolutamente falso". Martini no es un liberal, cree Tornielli, que se ha molestado en recopilar muchas de las intervenciones del purpurado, a su juicio contrarias a esa aureola, en un libro titulado La scelta de Martini (La elección de Martini). "Como buen jesuita, dice y no dice", apunta el vaticanista.
Tornielli no encuentra, sin embargo, motivo de escándalo en las últimas intervenciones de Martini. Ni siquiera en el libro del jesuita Sporschill. "No se ha publicado aún en italiano. El cardenal está jubilado. Sus palabras ya no escandalizan. Lo que dice lo dice porque está obligado a mantener su personaje", insiste.
Muchos seguidores del cardenal liberal esperan este texto con expectación. Saben, por los resúmenes publicados, que recoge una conversación sin reservas con Georg Sporschill. Los dos se conocieron hace un par de décadas, en Viena. "El cardenal daba un cursillo para sacerdotes y trabajadores sociales de cárceles", recuerda el autor. A partir de ahí surgió la amistad. Sporschill admiraba al cardenal, y Martini siempre se interesó por el trabajo del austriaco, que se ocupa de los niños de la calle de Bucarest. Así, entre los dos, fue tomando cuerpo la idea de un encuentro a tumba abierta sobre las grandes cuestiones de la Iglesia, y las opiniones más personales del cardenal. "Le visité en Jerusalén tres semanas, a lo largo de varios meses. Cuando estaba allí, nos veíamos diariamente, conversábamos horas y horas, siempre que su salud lo permitía", precisa Sporschill a través del correo electrónico.
El resultado es un libro delgado, pero de contenido denso, y polémico. Martini confiesa en él las dudas que le han atormentado durante años. Su dificultad de comprender las razones de Dios para hacer sufrir a su Hijo en la cruz. Siendo ya obispo, Martini considera insoportable, a veces, la contemplación de un crucifijo. Tampoco era capaz de aceptar la muerte, hasta que un día comprendió. "Sin la muerte no nos entregaríamos totalmente a Dios. Nos quedarían salidas de emergencia abiertas". El cardenal emérito confiesa que soñó durante años en la posibilidad "de una Iglesia en la pobreza y la humildad, independiente de las potencias del mundo". Hoy ha dejado de soñar. Aun así, pide valor a la Iglesia para transformarse. Para aceptar que el mundo cambia. Aunque sólo fuera por puro pragmatismo, tendría que abrir los brazos a los sacerdotes casados, valorar la hipótesis de la ordenación de mujeres.
Martini reconoce también que la encíclica de Pablo VI, Humanae Vitae, en la que el magisterio de la Iglesia condena el uso de anticonceptivos, está superada. A Ignacio Marino, cirujano y senador, que considera a Martini "una de las grandes personalidades de nuestro tiempo", no le ha sorprendido la sinceridad del cardenal, aunque lamenta que sus palabras sean casi siempre piedra de escándalo. "Siempre ha hablado con libertad, pero ama a la Iglesia y es enormemente fiel al Papa". ¿Es un cardenal de izquierdas? "Decir eso sería una simplificación".
El rector Pirani teme que la imagen de Martini haya sido distorsionada por los periodistas. "Muchas veces me ha comentado que le molesta que intenten enfrentarlo al Papa o a otros cardenales". Para este jesuita no hay enigma alguno ni contradicción en la personalidad del cardenal. La cosa es simple. "En él se conjuga una gran fidelidad a la Iglesia con el valor de hacer preguntas". Es lo mismo que opina el obispo Vincenzo Paglia, que le conoció en los años setenta, cuando era rector del Instituto Bíblico, y vivía angustiado por su falta de contacto con los pobres. La Comunidad de San Egidio era entonces una experiencia nueva, y a Martini le interesó. Primero acudió a ayudar a un anciano enfermo que vivía en la miseria, luego amplió el alcance de su actividad pastoral. "Iba a celebrar misa a una barriada pobre, en el Alessandrino. Recuerdo que oficiaba en una antigua pizzería, y preparaba el sermón, los sábados, con dos de los muchachos de la comunidad", cuenta Paglia.
Biblia y fe religiosa son un todo en Carlo Maria Martini. Él mismo ha relatado su infatigable peregrinación por las librerías de Turín, su ciudad natal, siendo un adolescente, en busca de un ejemplar en italiano del Antiguo y el Nuevo Testamento, traducidos del griego. La Biblia, que conoce de pe a pa, tan poco presente en la formación de los católicos, es la verdadera base de la espiritualidad de Martini. Para responder a cualquier pregunta, para resolver cualquier problema, el cardenal echa mano de las Escrituras. Sin miedo a quedarse solo. "Sigue la máxima de san Ignacio: 'Solo y a pie", añade Franco Agnesi, su antiguo colaborador, que añora los años pasados junto al cardenal, al que todavía pide consejo. Ése fue el motivo de su última visita: preguntarle qué hacer ahora, que le trasladan de parroquia. El cardenal le escuchó y le aconsejó. Y fue capaz de dominar la nostalgia cuando se habló, de pasada, de Jerusalén. La ciudad donde quería morir. En la que tenía reservada una sepultura. Ahora esa posibilidad es remota. El propio Martini se lo dijo: "Jerusalén es un buen sitio para morir, pero un mal sitio para un moribundo".
Lola Galán
EL PAÍS, 13 de julio de 2008
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