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El secuestro de la Navidad

Me fastidia escribir sobre la Navidad y repetirme. No sé por qué nos repetimos invariablemente cada vez que escribimos sobre algo. Pensamos que no, que somos imprevisibles y creativos a cada paso, pero nos engañamos. El hombre es un animal de costumbres y pensando, también. De vez en cuando nos toca en suerte una idea nueva o, tal vez, algo que otros sienten nuevo en su experiencia de la vida. ¿Será que siempre son los otros los que hacen nueva alguna intuición nuestra?

Ya está, ya he llegado a donde quería: son los otros, la experiencia junto a los otros, la que imprime su tonalidad característica a nuestras palabras. Y los otros son todos los seres humanos con quienes convivimos, aquellos de quienes sabemos cómo viven, sienten y creen. Soy previsible, ya estoy llegando a lo mío, mis manías hermenéuticas: los otros por excelencia son quienes son más débiles que yo, más pobres, más sencillos, con menos suerte en la vida, olvidados a veces, marginados y excluidos, inexistentes casi. Y lo son sin culpa propia, tantas veces; hijos de una historia familiar sin norte ni fundamento, infame a veces, arrastrada entre trabajos, carencias y soledades. Y lo son otras veces con culpa propia; hijos de una historia personal que ha desperdiciado sus oportunidades, más bien pocas, pero oportunidades al cabo; gente que no sabe ya cómo salir de la exclusión; ni siquiera sabe si quiere; y desde luego, ni puede. Ahora ya depende casi por completo de los demás. También tiene derecho. Son personas y ya han pagado su error. En la parábola del hijo pródigo, el hijo 'perdido', dice así: «Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no soy digno de llamarme hijo tuyo». Y el Padre, le corta con esta palabras: «Levántate y entra en casa. Celebremos una fiesta, porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida» (Lc 15, 11-32).

Y son 'pobres hombres', todos ellos, nosotros y ellos, y más allá de la responsabilidad personal, somos 'pobres hombres' condicionados por unas relaciones y estructuras que nos facilitan algunos logros sociales y nos dificultan extraordinariamente otros fines más humanos para todos. El instinto moral nos ha podido llevar a leer mis palabras hasta aquí por la senda de 'todos somos personas', criaturas únicas en la creación, todos juntos y cada uno, felices o infelices más allá de lo que tenemos, más bien por lo que somos, por lo que sabemos que somos en el fondo de nuestro corazón. ¿Cómo nos suena esto, verdad? No seré yo quien diga que es falso. Pero, por sí mismo, sin abrirlo a la realidad de unas relaciones y estructuras sociales, tan necesarias muchas veces como injustas otras tantas, y esto en mi país y en el mundo, ¿cómo se pierden esas frases en el terreno de los tópicos navideños y de la ideología! De la ideología como interpretación global de la existencia, falsa y falsificadora de lo que mira y ¿de lo que nos permite ver! Nadie está libre de incurrir en esta manipulación de la verdad social, pero sólo si incorporamos el punto de vista de los grupos humanos más olvidados o débiles, en todos los sentidos, ¿sin evitar la debilidad que salta a la vista y se hace pobreza material!, tenemos oportunidades éticas y morales de saber de la realidad humana desde dentro. Decimos que todo es del color con que se mira, pero también del amor y el dolor con que se vive.

Siento verdadero rubor moral y vital hablando de este modo, por la distancia extrema que habría de reconocer entre mi vida y esas realidades. Es lo malo que tiene dedicarse a la moral social cristiana -decía a mis alumnos-, que uno se siente mal consigo mismo en cada afirmación. «Dedicaos, por tanto, a la filosofía o a la teología especulativa». Era una broma, por supuesto. No hay filosofía o teología especulativa ajena a la historia en todos sus niveles y grupos, y especialmente al de los pobres, las pobrezas y sus causas. Esto es así en teología y en filosofía, en medicina, en matemáticas, en historia, en política, en información o en la empresa. Hacerse cargo de la vida de los otros, especialmente de los que más sufren, y ponerse en su lugar, es condición para acceder a la verdad en cualquier ámbito de la vida.

Siento haber sido previsible y haber traído la Navidad al surco de la misma causa, la de los últimos y olvidados, la de los que sufren desprecio, carencias de lo elemental, y exclusión. No quiero competir sobre si lo he dicho todo y combinando bien las razones personales de las pobrezas, con las sociales, o las interiores y espirituales con las políticas y estructurales. Hay muchas estrategias para escapar ideológicamente de la primacía ética de los pobres, y por ende, en lenguaje de la teología, del amor y el dolor de Dios por ellos. Por ejemplo, 'yo no sé', 'yo no puedo', 'yo no tengo la culpa'. ¿La Navidad es un tiempo especialista en conseguir estos olvidos o proponerlos como realidad 'virtual'! Desde luego que la fiesta es la fiesta, y es una necesidad humana, pero, ¿ay!, las cosas no son así para tantos, y casi siempre sin culpa propia. El mundo es un hipermercado, pero ésta es otra cuestión, verdad. ¿Otra cuestión?

No espero, voy a terminar el 'sermón' sin complejos, no espero que los 'ciudadanos más críticos' vayamos a poner la Navidad comercial patas arriba; lo deseo, pero no lo espero; sólo aspiro a que la teología y la filosofía de la fraternidad, la que se hace pensamiento, solidaridad y paz, y para muchos, también oración, no acalle el significado encarnado de la Navidad, el que apela a Jesús y su causa de fraternidad a partir de los últimos del mundo. Por eso pienso que a la denuncia del secuestro comercial de la Navidad hay que añadirle, a menudo, su secuestro 'teológico'. ¿El que tenga oídos para oír, que oiga! ¡Feliz Navidad! Zorionak.


José Ignacio Calleja
EL CORREO, 28 de diciembre de 2007

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