África encierra toda la belleza y el dolor del mundo. Como un diamante ensangrentado. Desde la hermosura de la sudanesa Halimé Atom en el campo de refugiados de Djabal, junto a la villa chadiana de Goz Beida (Duna Clara) a la explotación de niños cargados con pilas de hasta 45 ladrillos macizos en la carretera entre Bukavu y Uvira, en el oriente congoleño. La muerte y la «limpieza étnica» desangran Darfur, y han expulsado a Halimé y a otros centenares de miles de sudaneses de sus casas. Pero ella no deja de sonreír: «Algún día volveremos». La luz es ámbar, canta un gallo, se escucha una bomba lejana extrayendo agua, las sombras se alargan sobre la arena, rebuzna un burro, bala una cabra. Todo el campo destila una falsa, engañosa paz. Pero la belleza y la sonrisa de Halimé Atom son verdaderas, en medio de la desgracia. Ella y otros 15.000 refugiados sudaneses llevan tanto tiempo aquí que cercas, cabañas y gentes se han mimetizado con el paisaje, y las enredaderas se abrazan a las empalizadas de cañas como si fueran a ser eternas.
«Hay pocos sonidos más agradables para el oído que la música conocida en África con el nombre genérico de Lingala. Si Zaire ha fracasado en la mayoría de los sectores, la música debería considerarse como la única y más gloriosa excepción. Sus seguidores, repartidos por todo el continente africano y por los clubes nocturnos afrocaribeños de París, Bruselas y Londres, rechazan las bandas locales para bailar al ritmo cadencioso nacido en los alumbres zaireños. El misterio está en cómo unas condiciones tan deprimentes pueden conducir a la creación de melodías tan contagiosamente alegres, de un tono tan inocente», escribe Michela Wrong en «Tras los pasos del señor Kurtz. El Congo al borde del colapso», su impecable radiografía congoleña. Como recordaba «The New York Times», las estadísticas no bastan para explicar el mundo: «La esperanza de vida de los africanos es la más corta, ganan los salarios más bajos y sufren algunos de los peores gobiernos del planeta. Tienen más probabilidad que cualquier otro pueblo de enterrar a sus hijos antes de los cinco años, de contagiarse de sida, de morir de malaria o tuberculosis, y de necesitar ayuda alimenticia», y sin embargo, una encuesta reciente constata que los africanos son los más optimistas del globo. Lydia Polgreen, periodista del diario neoyorquino, lo ha visto con los mismos ojos que este reportero: «Cada día vivido aquí, cada nacimiento, boda, graduación, salida y puesta de sol es, en mayor o menor medida, un triunfo diario de la esperanza sobre la experiencia». En ese florecimiento de la esperanza juega un papel nada desdeñable la religión, no en vano África es,junto a EE.UU., la región más religiosa del mundo. La miseria brutal que les carcome «no se recibe con estoicismo», dice Polgreen, «sino con una fe inquebrantable en un futuro desconocido». El filósofo francés André Comte-Sponville se plantea en «La felicidad, desesperadamente» qué mayor felicidad que vivir sin esperar nada, en la pura desesperación: «¿Renunciar a la felicidad? Es la única forma de vivirla: ¡dejar de esperarla!». ¿Radica en esa aparente paradoja el misterio de la risa negra?
Estoicismo sin rebeldía
Aurelio Sanjuan, padre blanco que lleva más de 40 años dedicado a África, responde desde Bukavu, al este del Congo, uno de los países potencialmente más ricos del mundo, pero donde el saqueo y la injusticia han echado raíces: «El africano vive el día a día y está feliz con lo que tiene hoy sin pensar en mañana. Acepta fácilmente, con resignación, las dificultades de la vida: la enfermedad, la pobreza, la muerte. Hay en él una pasividad que contrasta con la agresividad, la rebeldía del europeo». Una rebeldía que Albert Camus reclamaba para ser humanos: negarse a aceptar el absurdo y la injusticia, aunque sea contra toda esperanza. Pero dejemos que hable ese padre blanco que hace unos meses me decía mientras atravesábamos la noche junto al lago Kivu que es Dios quien nos necesita: «El africano no vive solo, vive en sociedad, en el clan; el clan es su familia. Hay una solidaridad entre ellos que no existe entre nosotros. Es una solidaridad interesada; se ayudan para ser ayudados. El africano es un hombre muy espiritual. Dios es todo, y es una parte esencial de su vida. Dios da sentido a la enfermedad, la muerte, el sufrimiento… Para mí es una de las causas de esa felicidad, su apertura a Dios. El hombre sin esa apertura al más allá está condenado al fracaso, a ser el más desgraciado de los animales, porque es un ser racional».
Uno de los que mejor conocen la región de los Grandes Lagos, Ramón Arozarena, asistió este año a las primeras elecciones democráticas que Congo-Kinshasa celebra en cuatro décadas. Recuerda como una de las etapas más felices de su vida los años que pasó en Ruanda, cuando no tenía «nada o apenas nada. Eran años de esperanzas, de esfuerzos y expectativas de “progreso”. En 1995 estuve el año entero en Goma, tratando de organizar escuelas en los campos de refugiados. Fue una experiencia muy dura, un puñetazo en el hígado que me dejó temblando. Vi el sufrimiento, el abandono... esa miseria que hace miserables a los hombres; que les arrebata la dignidad. Claro que fui testigo de solidaridad, de abnegación; pero también del egoísmo, del “sálvese quien pueda”... Admiré, sin embargo, la fuerza de la vida frente a la destrucción. ¡Qué mujeres más extraordinarias! Cuando todo se derrumba, siguen en pie. Mi chófer en los campos me dijo que iba a tener un hijo. Le hice ver que era un irresponsable, que pronto tendría que huir con la criatura (como así fue) en brazos… Me contestó con un proverbio: “Frente a la muerte sólo vale parir”. Esta apuesta me descolocó. En fin, las risas, las cervezas, los bailes... con los que conviví casi un año (y me sigo preguntando de qué profundidades anímicas podían emerger; quizás de la necesidad de vivir el momento sin que el futuro lo contamine con su negrura), no logran sobreponerse a los rostros tristes y a las miradas angustiadas». Unas palabras que remiten a otras de Michela Wrong: «Me sentí abrumada de golpe por este sentimiento de desaprovechamiento trágico, de potencial inutilizado, que tan a menudo le entra a una al pensar en África».
Otro africanista empedernido —le puso África a su hija— es el redactor jefe de la revista «Mundo Negro», Gerardo González Calvo. Bajo el epígrafe «tener menos para ser más más», escribe: «El contacto con la pobreza ha descolocado a muchas personas que viven en los países ricos. Katrin Rohde nació en Hamburgo en 1948. Se hizo con varias librerías en Alemania. En un viaje a África se replanteó su vida. La puntilla se la dio un joven musulmán burkinés, cuando le espetó: «Los pobres están ahí para enseñarte algo».
Menos es más
Rohde volvió a Alemania, vendió todo lo que tenía y se instaló en Burkina Faso. Dice en su libro «Madre tierra»: «Había acumulado demasiadas cosas que no necesitaba. No quería tener más, sino menos». Cuando estaba terminando de leer este libro entrevisté a Stanislas Kaburungu, obispo emérito de Ngozi (Burundi). Le pregunté qué podía dar África a Europa y respondió: «Su pobreza. Y con ella un espíritu profundamente humano y religioso». Katrin Rohde encontró en África dos cosas: el amor al prójimo (dedica su vida a atender a niños de la calle) y la fe (se hizo musulmana). La vida y la madurez humana fluyen a chorros por las calles africanas. Incluso en medio de la pobreza. Lo he palpado en los «musseques» de Luanda. Es incuestionable que tenemos la obligación de acabar con la pobreza, no sólo en África. Más que con ayuda, con justicia. El norte padece sobredosis de bienestar. Esta enfermedad sólo se cura con austeridad. La receta se encuentra en el sur. Es un gran remedio que nos sale gratis, porque no se elabora en los grandes laboratorios, sino en las despensas del espíritu. ¿Quiere esto decir que la pobreza es un bien? No, y menos cuando se padece por una injusta distribución de los bienes y no por voluntad propia. Es incuestionable que no sólo de pan vive el hombre. Tener más, a costa de ser menos, es una trampa que tapona los manantiales de la felicidad verdadera». González Calvo recordó el año pasado el centenario de Emmanuel Mounier, filósofo católico francés, que en 1947 publicó «El despertar del África negra», donde dice: «El primer drama de África es su retraso en las líneas de salida, en la lucha mundial contra la miseria». Páginas atrás, el primer día en Senegal, anota: «¿Qué llama la atención al europeo, en seguida, sin pensar, al abrir por primera vez sus ojos y sus postigos sobre África? Un pueblo alegre, madrugador. Tan sólo los ojos son —¿qué son?— diríamos tristes, ausentes, a veces lastimosos y vivos a un tiempo. ¡Sin duda tanta contradicción!».
A Carmen Garrigós la conocí en Somalia. Ahora lleva años trabajando con Unicef en Casamance, al sur de Senegal. Se detiene en tres rasgos que los africanos «practican más que los de otras latitudes»: Amabilidad («su cultura les prepara a ser amable con el extranjero»); compartir («cuando abandonan el pecho de su madre, empiezan a utilizar el verbo compartir a través de un paellero donde comen todos, y cada uno se asegura de que no ha abusado del verbo codiciar»), y sonrisa («sonríen porque, ante todo lo negro de la vida, enseñan la blancura de sus dientes»). Acerca de «La sonrisa», escribe en su libro «Mirar a lo lejos (66 escritos sobre la felicidad)» el filósofo francés Alain, maestro de Simone Weil (la pensadora que solía ponerse, literalmente, en el lugar del otro: por eso se empleó de fresadora y vivió con el salario de un obrero, o, de niña, dejó de tomar azúcar porque los soldados franceses de la Gran Guerra no tenían): «Quisiera decir sobre el mal humor que no es menos causa que efecto; me inclinaría incluso a pensar que la mayoría de nuestras enfermedades son el resultado de un olvido de cortesía, es decir, de una violencia del cuerpo humano sobre sí mismo».
Espectadores de la existencia
Gonzalo Sánchez-Terán trabaja para el Servicio Jesuita a Refugiados (no es un religioso) en África Occidental: «Soy poco romántico con respecto a la felicidad africana: yo veo miseria a manos llenas y mujeres dobladas por el esfuerzo y jóvenes con el futuro amputado y hombres como charcos de necesidad. También veo a niños sonriendo a mansalva, pero no olvido que se convertirán, si nada cambia, en mujeres y hombres como sus padres. No hay nada poético o hermoso en la pobreza extrema, no hay una épica de la superación o la solidaridad: nace, se nutre y muere en la injusticia, y no sostengo más reflexión que la urgencia de justicia. Pero es cierto, hay más: la alegría. No sé cómo explicarlo, en Europa nos sentamos a que nos diviertan o nos emocionen desde pantallas, extrañamente somos destinatarios de nuestra propia alegría. Aquí la alegría nace de dentro, no te la trae nadie, se fabrica en el corazón y se comparte a borbotones. En el norte importamos la risa, aquí se cultiva en el alma, como se cultivan los arrozales. Lo ves en cada milímetro de vida: en las conversaciones, en el baile, en todas partes. Las implicaciones de esto son raigales: en Europa no vivimos en primera persona, nos han echado encima la risa hecha por los otros, los productos hechos por los otros, los complejos pensados por los otros; somos espectadores de la existencia. Aquí, con todo el dolor, la podredumbre, la ignorancia, las carcajadas y el acompañamiento se viven en primera persona, la vida sale de uno, la labra uno a golpes y caricias, porque nadie vendrá a darte la vida que no vivas. Y de este “big bang” individual nace la necesidad de acercarse a los otros, de expandirse y tocarse y protegerse con los otros, porque no hay otro referente que el ser humano. Aquí no existen la soledad y el aislamiento como los entendemos en Europa porque ser es ser entre los demás: no hay otra opción. Lo repito, no veo epifanías africanas de amor y solidaridad frente a los materialistas y egoístas blancos, pero sí hay una fuerza en los corazones y las sociedades, un saberse juntos y en esa trabazón hallar el nudo de la vida, que ojalá aprendiéramos en el norte».
Alfonso Armada, Goz Beida (CHAD)
ABC, 24 de diciembre de 2006