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Resuena por doquier la pregunta del título al fondo de la polémica sobre las palabras del Papa en Rastibona (Alemania), el pasado 12 de septiembre, en la parte del discurso donde parecía acusar a Mahoma y al islamismo de haber legitimado la violencia proselitista en la forma de «guerra santa». Está claro que en el discurso del Papa su intención y tesis explícitas eran que la fe como propuesta sólo puede y debe apelar a la libertad y a la razón de las personas. La cita histórica, sin embargo, con la que adornaba este lugar común al cristianismo de hoy fue desafortunada, según lo han visto casi todos.
Bien distinto es si el islamismo en general, o interpretaciones del mismo, postulan todavía la legitimación de la «guerra santa» o si, por el contrario, son versiones falsas en boca y mano de fanáticos que todos conocemos. Entiendo que no es al Papa a quien corresponde deslindar esta tesis, sino más bien advertir de ello como tentación inaceptable para todos. De hecho, su discurso, fuera de la cita de la discordia, era impecable en cuanto a cómo la violencia es contraria a Dios y al ser humano, y a cómo la conversión siempre es fruto de la libertad personal y la razón. Si acaso, alguien podría echar de menos, yo me cuento entre ellos, un concepto más integral de razón, incluyendo en ella el testimonio de vida. Llegamos a la fe por la razón y por el testimonio de vida. Y por supuesto habría que depurar el concepto mismo de razón característico de la filosofía y teología occidentales, cayendo en cuenta de sus límites históricos y teóricos. Esto lo vio muy bien J. L. Zubizarreta en su excelente artículo del pasado 23 de septiembre, publicado en este diario bajo el título «Con el debido respeto».
Un paso más allá de la reciente polémica, deberíamos decir que el cristianismo actual reconoce que todas las religiones necesitan una revisión de su pasado y su presente, intentando erradicar lo que haya en ellas de gérmenes o, en su caso, restos de fanatismo. Sólo Dios es absoluto decimos, y nada lo es en la tierra, ni siquiera la religión. Y es absoluto de un modo que no rivaliza con la valía incondicional de la persona, sino que, por el contrario, confirma su respeto y fundamenta su valor y libertad de manera incomparable.
Esta revisión de todas las religiones ha de ser hecha desde la razón y los derechos humanos de todos y, sobre todo, de los más débiles y pobres. La tolerancia religiosa y cívica tienen esa medida de su interpretación y praxis. Las diferencias culturales en modo alguno pueden significar diferencias sustantivas en cuanto a los derechos de las personas, hombres y mujeres iguales. De hacerlo, incurren en injusticia con el pretexto de la diversidad cultural. Ésta es la tolerancia en la que se sustenta el diálogo interreligioso y la deseada alianza de civilizaciones. Si alguien ha dicho que no habrá paz en el mundo sin que haya paz entre las religiones, mejor se puede decir que no habrá paz si no se pacifica el interior de cada religión y de todas juntas. Y lo mismo debe decirse de las culturas y tradiciones. ¿El modo? Una tolerancia religiosa y pública que reconoce los derechos humanos de todos como su mínimo común compartido. Ésta es la sustancia de la moral civil y la sustancia moral de las religiones civilizadas. De uno u otro modo, creo que esta tolerancia religiosa derivará hacia la aparición en todos los lugares de «sistemas públicos laicos». No laicistas, pero sí, laicos. No veo otra manera de preservar el pluralismo interno a cada sociedad y cultura.
Las religiones, en suma, pueden hacer una gran aportación a la paz del mundo, purificadas de todo atisbo de intolerancia. Defiendo que esto es posible frente a quienes las condenan sin remedio como causa mayor de nuestros conflictos. La comparación entre ellas no me parece demasiado adecuada, sino la firmeza de todos en esos mínimos que nos humanizan en cada cultura y pueblo, y especialmente los que humanizan la vida de los (las) más débiles. El cristianismo postvaticano, modestamente, ha aprendido que la libertad de conciencia y la práctica de la no violencia, activa, firme, realista y asociada, es el proceder más fiel a Jesús y al propósito de su liberación. Apelar a la no violencia no es el buenismo moral que termina en la indiferencia de responsabilidades religiosas y sociales ante la injusticia. El amor (la caridad) nunca dimite de la exigencia de justicia. Por el contrario, enseña que los que mantienen la verdad del pacifismo secuestrada en la injusticia, no pueden apelar a Jesús. Pero, dicho esto y primero, la libertad, la razón, la no violencia son el santo y seña del anuncio de la fe cristiana y de la práctica de todo ciudadano de bien. Podemos y debemos entendernos, aunque va a ser con dolores de parto.
José Ignacio Calleja, Profesor de Moral Social Cristiana
EL CORREO, 8 de octubre de 2006
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