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Desde hace muchos años Navidad rima con hipocresía, con mentira, con consumismo. Pero incomprensiblemente, año tras año y gracias a una cualidad maravillosa que desconozco, estas fechas tan entrañables consiguen arrancarnos nuestro espíritu crítico para darnos el cambiazo por el suyo, ése que aflora ay que me emociono en todos los corazones de buena voluntad.
Y es que el espíritu de la Navidad es tan omnipresente que, a menos de vivir en la más absoluta de las miserias, uno acaba siempre por darse de bruces con ella, en la calle, en el periódico, en la tele, en la algarabía del vecino del quinto que patea tu techo en grata compañía familiar y alarga la fiesta hasta yo qué sé qué horas, cantando canciones absurdas de peces bebiendo y de campanas sobre otras campanas. Es tan poderoso el espíritu navideño que incluso el pagano Olentzero ha acabado por traicionarse a sí mismo convirtiéndose al vil consumismo y compitiendo por traer más regalos que el cocacoloso Santa Claus o los políticamente correctos Reyes Magos.
Como una apisonadora, la Navidad acaba aplastándole a uno cualquier resto de coherencia, sobre todo si pululan tiernos infantes cerca. Y termina uno rondando tiendas y rascándose el bolsillo.Y todo para que otros hagan negocio de un espíritu que, aunque te toque los humores, no puedes repudiar. No sería correcto repudiar el amor y la fraternidad. Y todo es felicidad, y aunque no lo sea todo tiene que ser felicidad.
La cuestión es que a veces la Navidad, esa celebración fingida que uno no puede dejar de aborrecer, a veces se revuelve sobre sí misma, se despoja de su máscara de hipocresía y nos mira de cara con ojos transparentes. Ha sucedido este fin de semana. Dos mil años después de aquel alumbramiento, el del niño que dicen que trajo la paz al mundo, una niña que no ha traído ni tan siquiera un nombre, fue encontrada no en un pesebre, sino en un contenedor de basura. Muerta. Nadie llegó para adorarla. Mucho menos Papá Noel.
Dos mil años después, el espíritu de la Navidad llama a la puerta de nuestra conciencia. Un macabro espíritu, pensarán algunos, pero un espíritu real, alejado de la paz, del amor, de la fraternidad y de todas esas palabras que si cuajaron algún día por estas fechas van deshaciéndose año tras año perdiendo todo su significado, que no su sentido.
Feliz no Navidad.
Iñaki Lekuona
GARA, 27 de diciembre de 2005
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