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Las tragedias de la iglesia española [Jesús Lezaun, Sacerdote]

La iglesia española está trabada por múltiples y graves problemas, algunos de los cuales los vive como verdaderas tragedias. Eso la crispa profundamente, y le hace adoptar actitudes de confrontación, rechazo y condena contra los que piensan y actúan de otra manera.


En general hay que decir que la iglesia no ha aceptado en profundidad ni la moderación en general, ni la laicidad que caracteriza a esta modernidad, ni la autonomía del hombre que casi todo el mundo defiende hoy con pasión. Y eso, aunque a veces diga de palabra otra cosa. Celosa de lo que ella llama su propia identidad y de su, para ella, gloriosa tradición, se cree poseedora de la verdad en todo, que además ella considera salvífica, y que el hombre tendría que aceptar sumisamente para ponerse en consonancia con la voluntad de Dios, que se expresa en lo que la iglesia piensa, enseña y practica.

Todo eso, y la constatación que muchos perciben de la falta de adecuación de ella con el hecho de Jesús, con su Evangelio, con el espíritu y aliento que Él suscitó, le ha hecho perder entre la gente, incluso entre muchos que se llaman creyentes, y en verdad lo serían, toda credibilidad, aunque sea un poder todavía influyente en nuestra sociedad, aunque no sea más que por el miedo que pueda suscitar. Pero una cosa es el poder de imponerse, que todavía conserva, y otra muy distinta la aceptación profunda y sincera de cuanto dice. En las encuestas de opinión que se hacen por ahí, casi en general queda en los últimos puestos de aceptación.

Son de todos conocidos los combates que ella sostiene con grandes corrientes del pensamiento moderno, que ella llama peyorativamente laicismo. Habría que decir que la laicidad es al laicismo lo que la religión cristiana es al cristianismo oficial, nada digamos al catolicismo. La autonomía del hombre, por no situarse en el mismo plano que Dios, tampoco se opone a El, ni a sus designios de salvación. Todo esto, que es ya de pacífica posesión del hombre moderno, tendría que ser aceptado por la iglesia serena y pacíficamente, y no hacer de ello instrumento de combate contra todo lo que le rodea.

Quiera o no, se dé cuenta o no, pretende imponer en el mundo un pensamiento único que no va a ser aceptado ni siquiera por los cristianos profundos y sinceros. La pluralidad en todo es también hoy patrimonio común de la humanidad y puede perfectamente armonizarse en la convivencia pacífica entre los hombres todos.

Para defender en toda su ruda lucha contra todos estos fenómenos de hoy, suscita y crea grupos de creyentes que, en general participan de lo que la iglesia crea y enseña, y sobre todo con los intereses que ella persigue. Grupos cerrados, a veces hasta herméticos, y, lo que es más curioso, poseedores casi todos de grandes recursos económicos, que yo creo que, por mucha influencia que puedan tener, no van a conformar al hombre actual a su medida. A pesar de su presencia casi atosigante, muchas veces en la sociedad, los veremos diluirse con el tiempo, que siempre va hacia delante. Son fenómenos del pasado, por muy modernos que se crean, y no acordes con el Espíritu de Jesús. Llevan a un gueto a la iglesia, y eso va contra la misma esencia abierta y universal, realmente liberadora de ella, si ha de ser fiel al Maestro que vivió y propagó la apertura y «la libertad con la que Cristo nos liberó».

Incluso ha querido la iglesia crear, en la exigüa cantidad con que hoy se dan por todas partes, los sacerdotes que forma, queriéndoles hacer a su propia medida oficial, y antagonizándolos del todo con el resto del clero, al que consideran equivocado y extraviado.

La iglesia española está hoy profundamente dividida, incluso entre los obispos, naturalmente en ellos con los matices propios, por supuesto. Ese mundo de cubículos que antes señalábamos sintoniza con lo más rancio y rácano de la iglesia jerárquica ultraconservadora, mientras muchos cristianos vivirían a su aire su propia y a veces desnutrida religiosidad cristiana, el amplio mundo de los creyentes, pero alejados de la institución.

Es, sin embargo, sintomático a este respecto la multitud de grupos y curas que realizan cursos de teología que se abren a las nuevas ideologías y al hombre y mundo modernos, sin la presencia, por supuesto, de los obispos, sin su aprobación, y teniendo que recurrir para su existencia y libertad a constituirse en entidades cívicas, al amparo de la protección que les preste la legislación civil, y verse así libres del poder de los obispos sobre ellos. ¡Oh brillante y rica paradoja! Trágica, por cierto, si bien se mira.

Esa iglesia oficial que comentamos está hoy profundamente politizada, anclada en la política más derechosa y combativa que desata horrendas campañas contra cualquier atisbo de libertad o liberación que se dé en nuestro mundo. La jerarquía eclesiástica ampara todas esas cosas y las alienta, supuesto que para ella proceden de partidos de inspiración demócrata cristiana, que acaso ella misma impulsó a crear. Todo lo cual está resultando horrísono y trágico para la sociedad, y no digamos para muchísimos creyentes.

Yo diría que la iglesia. Cerrada, combativa, crispada y hasta guerrera, capaz de llevarnos, si ocurriera, a una guerra como la del 36, ha traicionado no ya a un Concilio Vaticano segundo, que quiso llevar a la iglesia por otros derroteros, sino a Cristo mismo. Remitiría a todos los lectores para probar lo que digo, no sólo al concilio citado, sino al Evangelio de Jesús que leíamos el domingo 30 de octubre último en las misas que celebramos (Mateo, cap. 23).

Desde la contemplación de las tragedias que vive la iglesia oficial que citábamos hasta ahora, yo quisiera referirme brevemente a otra iglesia parcial, diríamos, disidentes y separada de la anterior, que intente vivir por su cuenta su religiosidad, que ella cree la auténticamente cristiana. También ella vive sus propias contradicciones, y yo diría que sus propias tragedias.

¿Sin obispos que acepten y se integren en esa nueva iglesia, creéis que ésta tiene porvenir? Sois aún esencialmente clericales, en general, y a pesar de todo. Antes solíamos decír que «no queremos otra iglesia, sino una iglesia otra». Ante las ya largas y amargas experiencias vividas un poco por todos, ¿seguís sosteniendo lo mismo, o habrá que decir que queremos, que necesitamos, otra iglesia? Estáis también politizados, aunque por el otro lado. Acaso por ello ni criticáis al Gobierno del PSOE, que hace cosas muy malas, y deja de hacer políticas que urgen sobremanera. Sois tan españolistas como los otros. Por eso ignoráis las periferias, ¿Cómo se puede hacer un congreso de Teología en Madrid este año sin referirse al problema del Estatut catalán y al problema vasco que viene detrás, que tanta trascendencia tienen para todos? ¿Cómo no afrontáis el sangrante tema de los emigrantes? ¿Acaso porque es el PSOE el que gestiona las cosas del Estado? ¿Y cómo no habláis de los presos y de las cárceles en que se han ahorcado dos presos en Soria, uno de 72 años y otro vasco enfermo). Escándalo permanente del Estado español. ¿Olvidáis, acaso, que para Jesús de Nazaret la liberación de todos los presos es tan señal mesiánica como la evangelización de los pobres? ¿La Teología de la Liberación tiene vigencia acaso sólo allende los mares?

Escribo todo esto desde mi conciencia cristiana (eso creo) y desde mi condición de vasco. Sé que dolerá a muchos, lo siento de verdad. Nunca pensé que tantos españoles, tantos escribidores, tantos tertulianos, algunos de estamentos clericales, nos vituperarían tanto, nos odiarían tanto. A pesar de todo, deseo al cristianismo, a todos los españoles, a España como tal, las mejores cosas. Pero no no me siento español.


Jesús Lezaun, Sacerdote
GARA, 29 de noviembre de 2005

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