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LOSANTOS no van al Infierno [José Ignacio González Faus]

Fonéticamente hablando (aunque no semánticamente) el odio parece una deformación del oído, mientras que el humor suena cercano al amor. Uno, que intenta ser cristiano, quisiera escribir con amor o, por lo menos, acercarse a eso. Por ello me permito una mala parodia del título de aquella buena novela de G. Cesbron sobre los curas obreros, que jugó de pancarta en muchas manifestaciones de nuestros años mozos.


Últimamente todos los papeles andan escandalizados por cómo peca la COPE. Y hasta parece que, ya que es una emisora confesional, al menos debería rezar diciendo aquello de: “yo copeador me confieso a Dios”… Con este motivo Don Federico Jiménez Losantos se ha visto citado y denostado por lo poco cristianas de algunas de sus actuaciones. No son horas de lanzar piedras contra nadie, ni responder con la misma moneda. Pero quizá sea posible aportar un par de informaciones que ayuden a reflexionar.

1.-  En primer lugar, hace ya algunos años, en el libro de José Mª Gironella Nuevos Cien españoles y Dios (p. 216), el señor Jiménez Losantos declaraba no creer en Dios ni en la divinidad de Jesucristo, aunque confesaba sentir cierta añoranza por ello. No cabe atacarle por ello pues todo el mundo tiene derecho a ser ateo. Y además, es muy cristiano y muy democrático el principio aquel: “odio lo que usted está diciendo pero daría mi vida porque pueda seguir diciéndolo”. No obstante, alguien preguntará tras este dato, cómo se explica la presencia de un ateo en una cadena que la Iglesia dedica a la evangelización. A mí se me ocurren diversas explicaciones posibles.

Por ejemplo, y para empezar, no sé si el señor Jiménez Losantos ha vuelto a la fe en estos últimos años. También Bush dice que se convirtió no sé cuándo. Y también el PP tuvo una ministra que había sido militante de Bandera Roja y un ministro antiguo del PSUC… Si esto se debe a que es de sabios cambiar de opinión, o a que París bien vale una misa, es un juicio de intenciones que a los humanos no nos está permitido pronunciar, porque nuestros ojos no ven los corazones.

Pero además, la presencia de un ateo en una cadena episcopal puede ser interpretada como una muestra de gran respeto al pluralismo, por parte de la jerarquía española, a la que a veces atacamos de poco pluralista. Por donde cabe esperar con optimismo que, dentro de poco, se concederá otra vez a la asociación Juan XXIII celebrar sus congresos de teología en un lugar de la Iglesia, como en sus inicios, Igualmente cabe deducir que, si un ateo tiene sitio en una plataforma eclesiástica formadora de opinión, también podrá tenerlo en la enseñanza de la religión un cristiano convicto y sinceramente creyente, pero con su situación de pareja no jurídicamente regulada. Pues, a la hora de comunicar la fe, esto segundo es de mucha menos entidad que el ser creyente o no. Y además porque la autoridad eclesiástica no quiere perder credibilidad, y sabe bien que nada quita tanto la credibilidad como los modos de actuar contradictorios. ¿Ven ustedes cómo siempre hay razones para seguir optimista?

En tercer lugar, nobleza obliga a reconocer que El Sr Losantos es un gran insultador: quizás el mejor del reino. Insultar no está bien, pero se puede hacer con agudeza y con gracia, o sin ellas. Y es honesto reconocer que el citado periodista tiene esa gracia, aunque la emplee mal: “qué buen vasallo si oviera buen señor” diría el romancero del Cid. Que también un culé puede proclamar a Ronaldo como un gran goleador, aunque lamente todos los goles que marca. O como diría la moral escolástica cuando se ponía sutil: reír un chiste verde no es inmoral si se ríe la gracia, sólo está mal cuando se ríe “la verdura”...

Estas pueden ser razones para no hacer autos de fe, que nunca son buenos ni aun contra los herejes convictos y confesos. Por suerte, en un estado de derecho hay leyes y cada cuál habrá de vérselas con ellas si otros sienten que las ha lesionado. Por lo que hace a las personas, he explicado en otros lugares cómo Jesús de Nazaret, que fue muy duro con algunos colectivos concretos (fariseos, ricos, escribas, sacerdotes, a veces hasta el pueblo), nunca fue duro con las personas concretas (con la única excepción de una vez que llamó “zorra” a Herodes). Un poco en seguimiento de esta actitud, va la segunda información que quisiera aportar a nuestro tema.


2.- Esta información es un poquito más larga y desborda el caso concreto del que hemos partido. Habré de darla pues del modo más sucinto posible. Pero quiero darla porque a mí me enseña mucho sobre el tema, por aquello de que la historia se repite casi siempre.

A comienzos del siglo pasado, con ocasión de la tercera república, hubo en Francia una enorme tensión entre el gobierno y buena parte de la Iglesia que, si no estoy equivocado, llevó hasta una breve ruptura de relaciones con Roma. En esa hora difícil entran en escena dos personajes llamados Charles Maurras y Marc Sangnier. Son de esas gentes que, cuando a uno se las presentan por primera vez, comenta: “yo a usted creo haberlo visto en otro lugar”… Veamos si no.

Maurras era un ateo convicto, chauvinista exagerado y antecesor del Frente Nacional de Le Pen. Pero se profesaba gran admirador de la iglesia católica porque (en palabra suyas), él se rendía ante “una organización que ha sabido desactivar con tanta eficacia el veneno del Magníficat que lleva en su seno”. Fundó la Action Française, y puedo asegurar que, al lado de cómo Maurras manipuló a la Iglesia, nuestra COPE queda reducida a una monjita de clausura de las de antes (porque ahora las hay muy bizarras)…

A pesar de las muchas quejas que llegaron a Roma por esas manipulaciones, incluso de parte de obispos franceses, Pío X se negó siempre a desautorizar a Maurras, porque “es un gran defensor de la Iglesia” (aunque quizá no del Evangelio de Jesucristo). Al final, dos papas más tarde y cuando ya lo peor había pasado, Pío XI acabó condenando decididamente la Action Française en 1926, casi con veinte años de retraso. Maurras por descontado, no aceptó la condena, ni tenía por qué aceptarla puesto que no era católico.

Por el otro lado habíamos citado a Marc Sangnier, cristiano admirable, de gran sentido social, defensor de la república y de la laicidad del estado, y fundador de un prometedor movimiento (Le Sillon: el surco), al que León XIII, y el mismo Pío X, habían alabado y alentado públicamente en 1902 y 1903. Sin embargo, su decantamiento hacia la izquierda, y las denuncias tergiversadas a Roma, por parte de los fariseos de rigor, acabaron consiguiendo que Pío X condenara al movimiento en 1910. Sangnier se sometió ejemplarmente, y, una vez más en la historia de la Iglesia, se frustró una semilla prometedora para el cristianismo francés.

La historia es maestra de la vida, pero a condición de que queramos aprender sus lecciones; y Francia va por delante de nosotros, no sólo en fútbol sino en experiencia histórica. No resulta por tanto inconveniente acabar con esta parodia de un conocido refrán “cuando las barbas de tu vecino [francés] veas cortar, pon las tuyas a remojar”…

El refrán vale para la sociedad civil en lo relativo a los inmigrantes, a la capacidad de integrarlos sin relegarlos a guetos y, en caso contrario, a la amenaza de estallidos violentos desesperados, como los que estamos presenciando durante este noviembre. Pero el refrán vale además para las autoridades eclesiásticas, porque la historia de la Action Française y Le Sillon podría estar repitiéndose entre nosotros con nombres cambiados. Ello confirmaría la acusación tantas veces dirigida a Roma, de que tiene dos medidas muy distintas para tratar a las derechas y a las izquierdas. O que su principio fundamental parece ser cargarse a la izquierda, por cristiana que pudiera ser, y sostener siempre a la derecha, ni por atea que sea.

Y sin embargo, como escribió hace ya más de treinta años J. B. Metz (que pasa por ser uno de los mayores teólogos del momento) “si el carrusel de la política se moviese según la música del Evangelio, giraría hacia la izquierda”.

Vaya por Dios, hombre.


José Ignacio González Faus, responsable académico de Cristianisme i Justícia
ECLESALIA, 21 de noviembre de 2005 

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