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Laicidad inteligente, democracia y religión

En este otoño, que se sigue manteniendo caliente en las relaciones Iglesia-Estado, no nos vendrá mal a nadie recordar la propuesta del pensador francés Régis Debray acerca de una laicidad inteligente. El otrora seguidor del Che Guevara ha entrado en la reflexión sobre la religión en la sociedad con propuestas sensatas y análisis dignos de tener en cuenta. No nos vendrá mal mirar allende los Pirineos.


Regis Debray contrapone la laicidad inteligente a la laicidad incompetente típica de la demandada neutralidad del Estado en cuestiones de religión y sentido último. Esta neutralidad, que fue, sin duda, un avance en la superación de los conflictos desatados por las guerras de religión en Europa, se muestra ahora demasiado escuálida.

Hay que mantener, claro está, el significado profundo que tuvo el descubrimiento de la laicidad: en cuestiones del sentido de la realidad y de la vida no es competente el Estado. La decisión queda al arbitrio del individuo. Él debe juzgar qué sentido debe dar a su vida y qué sabiduría, metafísica o religión cree conveniente y adecuada para responder a las preguntas últimas, radicales y totalizantes. El Estado debe abstenerse de presionar y aún más de imponer una determinada visión o ideología. Esta orientación acerca de la neutralidad o incompetencia del Estado en cuestiones de sentido se ha manifestado muy provechosa social y políticamente. Sienta, además, las bases de la libertad de creencia en una sociedad democrática y pluralista. Juan Pablo II, en carta de febrero de este año a los obispos franceses, afirmaba que la laicidad bien entendida pertenece a la doctrina social de la Iglesia.

La contrapartida de la neutralidad estatal exige de la (s) Iglesia(s) que no se erijan ni como contrincantes del poder estatal ni como monopolizadoras del sentido. Es decir, que ninguna instancia en la sociedad, tampoco el Estado, pretenda ser la que detente el sentido en exclusiva. Las religiones e instituciones religiosas hacen su oferta y será el individuo el que libremente opte y elija. Todas las opciones son válidas con tal de que no afecten negativamente a terceros, a la sociedad en general ni se opongan a los derechos humanos.

La laicidad, por tanto, ha sido y continúa siendo una buena herramienta social y política. Y en principio, no dice más que la abstención política de no intervenir en cuestiones de sentido último metafísico-religiosas. Por parte de la religión supone que deja de ser una competidora del poder político, monopolizadora de las visiones del mundo y de los comportamientos morales de la sociedad y acepta una orientación más personal, individualista y hasta subjetiva de la opción religiosa en un clima de pluralismo.

Puestas así las cosas no debieran surgir conflictos ni malentendidos. Pero la vida y las vicisitudes históricas no son tan lineales como los resúmenes teóricos. Poseen mucho más calor y más presión sanguínea.

La laicidad se jugó en contraposición al poder y resistencias de las iglesias. De ahí, sobre todo en los países católicos, que hubiera tristes confrontaciones. De aquellos tumultos queda una desviación laicista beligerante que piensa que el laicismo es equivalente a no creencia religiosa. Este laicismo combativo, ideológico, anticlerical, es la negación de la laicidad, pero existe y su presencia se deja sentir en momentos, como los actuales, de discusión de leyes cuando se percibe a la Iglesia como disputando parcelas de poder al Estado o pretendiendo monopolios de la moral civil. Este laicismo quisiera ver desaparecer a la religión o, verla totalmente privatizada, sin incidencia ninguna social ni cultural. Cae justo en el mismo pecado que combatió frente a las iglesias: ejercer una visión ideológica impositiva y uniformadora de la sociedad.

Por el otro lado, tenemos a unos creyentes que no terminan de saber jugar en el terreno democrático pluralista de las sociedades laicas. Es decir, dónde se puede y debe salir a la plaza pública, pero sin apelar a la autoridad de ninguna revelación, sino a la fuerza de los mejores argumentos y propuestas para la mejor o buena vida de los ciudadanos todos. La Iglesia ya no le disputa el poder político al Estado, pero no quiere dejar de tener influencia en la sociedad y cultura. Esto no lo terminan de ver los laicistas beligerantes. Pero, a menudo, los creyentes y sus representantes parecen dar la impresión de que influir en la sociedad equivale a configurar la sociedad a su modo y manera, sin respetar el pluralismo. Siguen presos de actitudes integristas.

Lo triste del debate de la laicidad es que parece que estamos condenados al «frentismo» de cada una de estas posturas beligerantes.

Aquí aparece de nuevo Regis Debray apelando a la laicidad inteligente: la de un Estado y una Iglesia condenados a entenderse. Porque en políticas sociales, en cuestiones de vida y muerte (nacimiento, eutanasia), de género, de emigración, integración social, multiculturalidad, educación, son inevitables los roces. Hay, se quiera o no, incidencias de la política con el sentido. Y al Estado neutral no le puede ser indiferente -como hoy vemos con el caso del terrorismo islámico o nacionalista- cualquier ideología o religión. La cuestión es sutil, de talante y de actitudes de diálogo y encuentro por ambas partes. Requiere hombres capaces de llevarlas a cabo.

La laicidad inteligente solicita que el laicista entienda que ya los creyentes no le quieren disputar el poder al Estado. Y, por ello, que no pretenda esgrimir la ideología laicista ni tener el monopolio de la racionalidad y del saber ('científico') ni de las soluciones a cuestiones de moral social. El creyente debe saber que está en una sociedad pluralista, laica, donde no posee el monopolio ni del sentido de la vida ni de la moral ni tampoco de las soluciones adecuadas a los complejos problemas sociales.

La laicidad inteligente se parece mucho a lo que J. B. Metz, desde Alemania, denomina «dialéctica de la secularización»: la creación de una actitud autocrítica frente a las propias limitaciones y perversiones, tanto de la religión como de la laicidad, a fin de hallar caminos de encuentro que ayuden a construir realmente una sociedad democrática, pluralista y tolerante donde los seres humanos puedan ser y vivir mejor. En este punto se pueden y deben encontrar laicistas creyentes y no creyentes.


José María Mardones, Filósofo del Consejo Superior de Investigaciones Científicas
EL DIARIO VASCO, 9 de octubre de 2005

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