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Una torta a tiempo

Ocurre como con el franquismo: no nos gusta, pero lo recordamos con cierta nostalgia irracional.


Según Save the Children, organización sensible a los problemas de la infancia, existe en España una mayoría sólida - el 58 por ciento- favorable a cascar a los niños cuando se portan insoportablemente mal. Hace un par de décadas, defender este tipo de castigo era lo peor; ahora, mucha gente coincide en que la última promoción de padres y madres ha sido demasiado permisiva, y de ahí la profusión de jóvenes malcriados y gamberros que campan a sus anchas por aulas y calles.

En esta cuestión, como en tantas otras, se suele hacer tabla rasa con las estrategias pasadas, siguiendo la ley del péndulo. La última oscilación nos conduce a la órbita de la disciplina, la responsabilidad individual y el civismo. Existe alarma social por el comportamiento de los menores, en la calle y en los centros educativos, y existe también cierto consenso en culpabilizar a los padres, a los que se acusa de haber dimitido de sus funciones rectoras y correctoras. Resumiendo, la opinión dominante es que algunos no se mearían en la calle ni pintarrajearían las paredes si hubieran recibido una buena torta a tiempo. La pedagogía liberal defiende, en cambio, que los niños tienden a la imitación, y devuelven en la calle las bofetadas que reciben en casa.

Como buen articulista, he buscado en el Google pegar + niños y me han salido 225.000 coincidencias. Así que el problema es grave y de alcance mundial.

La cuestión es motivo de debate en los más diversos y variopintos foros, en los que se vierten opiniones de todo tipo. Pero la casa es el castillo de cada cual y resulta realmente muy difícil decirle a un padre o a una madre cómo debe educar a su prole.

La ley, en este caso, también ha dimitido: el Código Civil permite a los padres «corregir razonablemente» a sus hijos, lo cual abre un amplio abanico de posibilidades punitivas. El Gobierno español, dicen, se ha planteado una reforma con prohibiciones más explícitas.

En Inglaterra y Gales, desde enero están prohibidos los castigos físicos «que dejen marca», pero se permiten los «bofetones moderados». Que cada cual entienda lo que quiera, ése parece ser el objetivo del legislador sobre la materia que nos ocupa.

Eduardo Mendoza reivindicó recientemente el ancestral cachete y «su hermana mayor», la azotaina. Con el castigo físico ocurre como con el franquismo: no nos gusta, pero lo recordamos con cierta nostalgia irracional, porque nos remite a nuestra infancia. A mí, de niño, me cayeron unos cuantos bolets,alguna natjada,el mastegot de las grandes ocasiones, y lo peor de todo, una amenaza verbal recurrente, que nunca se llegó a materializar: «Te´n aniràs a dormir amb les tripes al ventre». No sé si tales caricias, que por suerte fueron escasas, moldearon mi carácter, para bien o para mal.

Mi impresión es que, si bien la autoridad es indispensable en el ámbito familiar, ésta no tiene por qué expresarse mejor a través de los castigos físicos. Con ciertos niños, y en según qué situaciones límite, es posible que no haya alternativa. Y en cualquier caso, a los padres les ayuda a descargar la tensión. El precio que unos y otros pagan, al cabo del tiempo, es incierto. Es corriente oír a la gente decir: «A mí me pegaron de pequeño, y aquí estoy, soy un tipo normal». Por supuesto, la anormalidad siempre es cosa de los demás.


Toni Soler
LA VANGUARDIA, 24 de septiembre de 2005

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