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¿Revisión del celibato?

La escasez de noticias en el periodo estival suele originar casi todos los años la proliferación de las serpientes de verano. El mundo eclesiástico, siempre objeto de morbo, resulta ser uno de los filones más prolíficos para aquéllos que buscan novedades donde no las hay.


Y así, hemos terminado el mes de agosto con una polémica gratuita sobre el celibato de los sacerdotes, a costa de la ordenación sacerdotal por el obispo católico de Tenerife de un pastor anglicano. Se trataba de Evans David Gliwitzki, natural de Zimbabue, casado y con dos hijos, convertido al catolicismo. No es un caso aislado, ni mucho menos. Sólo en Inglaterra los últimos años se han convertido al catolicismo tres obispos y trescientos sacerdotes anglicanos (además de seis mil fieles adultos al año). La mayoría de ellos han solicitado seguir ejerciendo el sacerdocio en la Iglesia Católica, cosa que encierra un gran mérito, ya que supone perder su condición asimilada a funcionarios reales en Inglaterra, pasando a percibir menos de la mitad de sus ingresos. Difícilmente se podrá dar ese paso si no es por estrictas razones de conciencia. Un detalle importante que ni tan siquiera ha sido mentado en esta polémica.

¿Cómo acoge la Iglesia Católica las solicitudes de ingreso de los anglicanos en su seno y, especialmente, las de los sacerdotes de esa confesión religiosa? Por lo que al bautismo se refiere, evidentemente, se reconoce la validez de su bautismo; y es suficiente una sencilla manifestación de adhesión a la fe católica, a la que se le sigue la recepción en nuestra Iglesia. Ahora bien, por lo que respecta al sacerdocio, la cosa es más problemática: En 1880 el Papa León XIII declaró interrumpida la sucesión apostólica en la Iglesia Anglicana, después de que una comisión de estudios históricos demostrase que el rey Enrique VII, por influjo protestante, había nombrado a Tomás Cranmer, sin previa ordenación episcopal, como arzobispo de la Sede de Canterbury. No habiendo sido ordenado obispo, la Iglesia Católica entiende que las ordenaciones sacerdotales y episcopales que Tomás Cranmer celebró fueron inválidas. A partir de aquel hecho, era ya imposible saber si un sacerdote anglicano había sido ordenado válidamente por un obispo que mantenía la sucesión apostólica con los apóstoles, o si su línea sucesoria se había roto en el falso obispo de Canterbury. La determinación del Papa León XIII fue la lógica: el sacerdote anglicano que se haga católico deberá ser ordenado por el rito católico, ante la duda razonable de si su sacerdocio es o no válido.

Esta explicación es importante para entender por qué la Iglesia Católica incorpora a los pastores anglicanos convertidos al catolicismo, casados o célibes, tras previa ordenación, al ejercicio del ministerio sacerdotal en el seno de nuestra Iglesia. Parece lógico que no se les pida abandonar sus obligaciones de esposos y padres, contraídas antes de su primera ordenación sacerdotal. Pero, sin embargo, la ordenación de sacerdotes anglicanos casados por el rito católico no puede ser entendida en absoluto como una puesta en cuestión de la ley del celibato, sino que es una solución plausible ante una situación de facto. En consecuencia, recurrir al tema de los anglicanos convertidos para volver a reabrir la polémica del celibato opcional no es sino ganas de liar las cosas.

En pleno ambiente de Mayo del 68, Pablo VI tuvo la valentía y el sentido profético de reafirmar en su encíclica Sacerdotalis Celibatus (El Celibato de los Sacerdotes), los fundamentos de esta disciplina de la Iglesia Católica. La incompresión en torno al celibato se acentúa más si cabe en nuestra cultura practicista, en la que se tiende a sobrevalorar el hacer en detrimento del ser. Parece que olvidamos que un sacerdote es mucho más que el mero servicio que presta a la comunidad. El sentido definitivo del celibato o la virginidad por el reino de los cielos es el de ser signo de la unión esponsal con Dios a la que la Humanidad entera está llamada (Mt 22, 23-30); y, en segundo lugar, este signo esponsal capacita a los consagrados para una entrega plena al servicio del reino de Dios.

Es normal, por lo tanto, que el signo del celibato resulte escandaloso cuando es vivido en un contexto cultural de revolución sexual; al igual que en la historia de la Iglesia la pobreza evangélica siempre ha irritado a quienes son fieles súbditos del dios dinero. Tenemos que asumirlo, y prepararnos para momentos de incomprensión más duros todavía, si cabe. Cada vez que alguna noticia de infidelidad celibataria se hace pública, muchos hombres de bien sufren confundidos, otros se frotan las manos sintiéndose justificados; y sin embargo, cualquiera que se haya asomado a la experiencia de la santidad de Dios y de la debilidad humana debiera entender que el signo, aunque necesario, se queda siempre muy corto ante el misterio que está llamado a significar.

En las críticas sostenidas contra el celibato se ha argumentado también que es injusto obligar a abrazarlo a quien quiera elegir el sacerdocio. No podemos por menos de apreciar en este planteamiento una falta de visión de fe. Se ignoran las palabras de Cristo: «No sois vosotros los que me habéis elegido a mí, sino que yo os he elegido a vosotros» (Jn 15, 16). Es decir, el sacerdocio no es una opción, sino una vocación, una llamada de Dios. En consecuencia, el sacerdocio, antes de una forma de vida, es un don para la identificación con Jesucristo. La clave está aquí: La infidelidad celibataria no es más que una manifestación de una crisis espiritual. El celibato opcional no acabaría con los escándalos, sino que a lo más podría conllevar otras modalidades: adulterios, rupturas, malos tratos, incestos... Posiblemente, no valoramos de modo suficiente hasta qué punto el celibato nos preserva a todos de un acceso poco vocacionado al sacerdocio.

Aunque es cierto que el celibato es una ley eclesiástica, hemos de añadir que es del todo improbable que sea modificada, ya que la evolución de esta norma en la historia de la Iglesia ha tendido siempre a una mayor adecuación al ideal evangélico. ¿Cómo olvidar que Cristo, el modelo sacerdotal en el que queremos reflejarnos, fue célibe, y que en sus palabras exigentes pidió la disposición a una renuncia plena en su seguimiento (Lc 18, 29; Mt 19,12)! Incluso en aquellas iglesias orientales donde existe la tradición del celibato opcional, si bien es cierto que se permite el acceso del casado al sacerdocio, en ningún caso se permite al sacerdote casarse, lo cual es muy significativo en orden a reconocer la máxima conveniencia del celibato con el ideal evangélico del sacerdocio.


José Ignacio Munilla, Párroco de El Salvador de Zumárraga
EL CORREO, 4 de septiembre de 2005

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