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Las imágenes de abandono y desesperación en Nueva Orleans han mostrado al mundo la cara amarga de Estados Unidos. Con una crueldad darwiniana, el huracán Katrina ha planteado dilemas morales sobre el modelo socioeconómico impulsado por Bush y abierto interrogantes sobre la salud de la nación más poderosa.
El jazz ha dejado de sonar, el tranvía llamado Deseo no funciona, los desheredados de Nueva Orleans piden a gritos ayuda y el resto del mundo contempla estupefacto el lado oscuro de Estados Unidos de América, el país más rico del planeta y objeto de pasiones desatadas, el que inspira al mismo tiempo más amor y más odio, más admiración y más desprecio.
Pocos conocen tan bien las contradicciones de la sociedad norteamericana como los británicos, y en ningún lugar se analiza con tanta objetividad y agudeza la política de Washington. Pero incluso a orillas del Támesis ponen los pelos de punta esas imágenes de refugiados hambrientos, bebés moribundos y cadáveres flotando que hasta ahora se asociaban con el África subsahariana pero no con la hiperpotencia.
«Lo que más sorprende no es la dimensión de la destrucción - escribe en The Times el cronista Gerard Baker, que durante las elecciones defendió a capa y espada a George Bush-, sino las caras de la gente». Y es que las víctimas del Katrina son los sirvientes, jardineros y cocineros de los habitantes de Nueva Orleans que escaparon del huracán en un éxodo ordenado, propio del Primer Mundo, como EE. UU. y pocos más saben hacer estas cosas.
Quienes se quedaron atrás carecían de coche, tenían las peores viviendas, estaban enfermos o no encontraron otro lugar al que ir. Son aquellos que, como dicen las canciones country de Crystal Gayle o Willie Nelson que tanto gustan en el Sur, viven «en el lado malo de las vías de tren». No hizo falta que nadie les hiciese vudú en un lugar donde la espiritualidad africana está a la orden del día. País en muchos sentidos admirable, anhelado por muchos emigrantes como el paraíso en la Tierra, de gente generosa y amable, con una energía y un optimismo que se pueden confundir con ingenuidad, Estados Unidos también tiene un lado negro que siempre está ahí - en los guetos del Bronx neoyorquino, el Watts de Los Ángeles y el sur de Chicago-, pero que los blancos ignoran y los turistas pocas veces ven: el del millón de personas sin techo, las decenas de millones sin seguro médico, una expectativa de vida (77 años) in-ferior a la de Europa y Japón, un índice de mortalidad infantil (6,5 muertes por mil nacimientos) impropio de la nación más desarrollada, y las leyes que permiten adquirir armas de fuego a menores que no pueden beber alcohol ni comprar cigarrilos.
Son los rifles y pistolas que estos días han convertido el pantanal de Nueva Orleans en una ciudad sin ley, más cerca de Bagdad que de San Francisco. «Las escenas de anarquía y desesperación - comenta un funcionario del Foreign Office británico- no corresponden a un país con un renta per capita de cuarenta mil dólares, con capacidad para exportar democracia a Oriente Medio y teóricamente librar dos guerras simultáneas si es necesario».
Lo que ocurre es que hay dos Estados Unidos, el rico y el pobre, el de esa gran clase media con casa en los suburbios y un par de coches en el garaje, y el de los negros olvidados de la mano de Dios entre las plantaciones de algodón de Alabana y los bayous de Luisiana. Y olvidados también de los políticos, policías y militares que abandonaron Nueva Orleans con los primeros vientos del Katrina y que luego han tardado días en poder regresar.
La teoría de la supervivencia de los más fuertes se ha aplicado hasta el final, por mucho que la derecha religiosa denoste a Darwin para justificar a Adán y Eva. La renta per capita de Luisiana - uno de los estados más pobres y con mayor índice de obesidad- es de 28.508 dólares, tan sólo ligeramente inferior a la del Reino Unido y Suecia, y superior a la de la UE tras la ampliación. Las imágenes de desesperación y miseria responden sin embargo a una realidad paralela: un1% de la población tiene acumulada tanta riqueza como cien millones de sus compatriotas, y los ingresos de los negros son la mitad que los de los blancos. Un polémico programa de la BBC titulado Lo que el mundo piensa de EE. UU. mostró el año pasado la actitud ambivalente que suscita en el resto del planeta. La opinión de EE. UU. y de sus gentes era más favorable (50%) que desfavorable (40%), pero dos terceras partes expresaban su desagrado hacia Bush y un 80% condenaba la invasión de Iraq. Un 71% de jordanos y un 61% de indonesios - como botones de muestra del mundo musulmán- calificaban a Estados Unidos como «el mayor peligro para la seguridad y la estabilidad globales».
EE. UU. - escribió el comentarista inglés Timothy Garton-Ash antes del huracán- se encuentra en un estadio parecido al de Londres en 1905, víctima de una fatiga imperial que pasa desapercibida por la inercia y la prosperidad, pero que aparece en cuanto se hurga un poco. Algunos de los síntomas son Iraq (que ya ha costado más que toda la guerra de Vietnam), el avance de China e India, el temor a perder la supremacía y las diferencias socioeconómicas que el Katrina ha desnudado de manera obscena.
Katrina ha mostrado lo peor y lo más injusto de EE. UU., y tal vez sea cierto que es una superpotencia en declive. Pero los norteamericanos dan lo mejor de sí mismos en momentos de crisis y una cosa es segura: Nueva Orlenas resurgirá de sus cenizas, Tennesse Williams y William Faulkner recobrarán la voz, en el Café du Monde se venderán de nuevo buñuelos, los sauces a orillas del Mississippi dejarán de llorar, olerá otra vez a jazmín y la trompeta de Louis Armstrong tocará las notas alegres de What a Wonderful World.
Rafael Ramos, Corresponsal LONDRES
LA VANGUARDIA, 3 de septiembre de 2005
NOTA: Agradecemos a Guzmán Pérez Montiel [guzmancete@yahoo.es] el habernos hecho llegar la presente información a Gaztetxo.com
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