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Lo que hay detrás de las "tsunamis" (EL CORREO)

Hay ciertos procesos que no son inmediatos o lo son escasamente. Los ambientales pertenecen a esta categoría. Ciertamente, si incendiáramos una masa boscosa no tardaríamos mucho en apreciar los efectos de tal acto. Pero habría otras consecuencias más difíciles de determinar e incluso de atribuir a tal actuación. ¿Cómo afectará la desaparición de estos árboles a su función de prevención de la erosión del suelo o de almacén de dióxido de carbono? Aquí la certeza se torna en incertidumbre. No se sabe y, lo que es peor, no se puede, bajo nuestros esquemas métricos valorativos, medir ni cuantificar. Y precisamente en sociedades que todo lo traducen a números ahí radica el principal problema. Si no se pueden expresar cantidades que denoten pérdidas o ganancias, el problema no existe, no importa al sistema, luego ¿por qué vamos a invertir en su prevención? La solución, siguiendo con el ejemplo anterior, es más sencilla, ya la apuntó el reelegido presidente de EE UU: talemos todos los bosques, de esta forma no habrá incendios. Verdaderamente, a nadie se le puede escapar, una solución que traduce nuestro más castizo 'muerto el perro, se acabó la rabia'.

Trasladado el razonamiento al reciente maremoto que ha barrido las costas asiáticas, la solución aconsejaría desecar los mares y océanos. Sin mayores investigaciones ni discusiones puedo afirmar que, en efecto, no se producirían nuevos episodios como los vividos.

Pero, en este caso, las 'tsunamis' (nombre japonés que designa estas olas marinas de origen sísmico) nos advierten de varios hechos. El primero, que, y aun en el siglo XXI, estamos sujetos a la Naturaleza. Nos guste o no, vaya directamente contra nuestro hinchado orgullo o no, la Naturaleza nos demuestra que tiene procesos incontrolables por el ser humano, y todo lo más, predecibles por la tecnología. De momento, es una realidad que hay que aceptar. Y aunque nuestro modelo civilizatorio se considere aparte, por encima y su propietario, la obstinada realidad se empeña en sacarnos de tal error y recordarnos que no somos sus dueños, todo lo más sus usufructuarios. La misma Comisión de Desarrollo Sostenible de las Naciones Unidas, nada sospechosa de un ecologismo radical, ya lo ha puesto de relieve: «Los miembros de la generación presente deben conservar la Tierra en tutoría para las generaciones futuras». Sin embargo, estamos viviendo una época en que esas sabias declaraciones sirven únicamente para ilustrar intenciones, pero nada más. Volveré sobre ello con un ejemplo reciente.

En segundo lugar, la interacción de la actividad humana. Podría objetarse: ¿Qué tiene que ver esta actividad con un terremoto marino? Simplemente, dos consideraciones para la reflexión: nuestro modelo productivo y ciertos modelos sociales. El primero, la forma de producir (y consumir) está dominada por unos dogmas económicos divorciados de las reglas que rigen nuestro soporte de vida, la Tierra. Extraemos de ella cuanto necesitamos para transformarlo en productos que, una vez consumidos, son devueltos a ella en forma de residuos que se unen a los ya generados en su extracción y transformación. Y producimos (lo que equivale a extraer y transformar) desoyendo lo que ya sabemos, que habitamos un ecosistema cerrado y finito, en otras palabras, agotable. Bien funcionemos bajo dictados capitalistas o comunistas (patentes políticamente estos últimos hasta 1990 en el bloque soviético), el resultado ha sido el mismo: hacer oídos sordos a esta realidad. En 1980 el entonces presidente estadounidense Carter encargó a un grupo de científicos analizar la interacción sociedad/medio ambiente. La conclusión fue clara: «No es extensible a todo el mundo el estilo de vida de las sociedades desarrolladas pues ello supondría una amenaza para la pervivencia de la vida humana en el planeta». Era el llamado Informe Global 2000. Pero ¿a qué estilo de vida tendemos esos 6.000 millones de seres humanos que poblamos el planeta?

El segundo, lo que impropiamente he calificado de modelos sociales, pues más que modelos son espontaneidades sociales, entronca directamente con lo que a efectos expositivos he llamado tercer efecto de esta reciente 'tsunami': su traducción en consecuencias sociales. Las cifras son y seguirán siendo provisionales. Asustan, asustan y encolerizan al propio tiempo, sobre todo cuando asistimos a declaraciones como que en Japón los efectos habrían sido bien otros. Cierto es que los hombres morimos por las mismas causas en cualquier parte del globo. Lo que nos diferencia en atención a la parte del planeta en que nos hallemos es la traducción organizativa del modelo social bajo el que nos encontremos. Dicho de otro modo, en Japón las casas resisten más y mejor este tipo de envites de la naturaleza, reflejando la diferencia entre países ricos y pobres, pero también países mal gobernados, y a estos últimos, de llegar el caso, no hay que negar ayudas, pero sí invertir en su regeneración política, tarea paralela a su misma reconstrucción física. Y estas situaciones suelen darse más en lo que me he negado a calificar de modelo social.

Por otra parte, hablaba de un ejemplo que ilustra nuestra relación jurídica frente a la Naturaleza. ¿Somos sus propietarios, sus usufructuarios, sus tutores, como se decía desde Naciones Unidas? Es importante responder a ello pues la respuesta indicará nuestra concepción del mundo y de nuestro lugar en él.

Todos hemos oído hablar del Protocolo de Kioto de 1997 y de que, entre otros capítulos, se acordó limitar las emisiones de gases de efecto invernadero a la atmósfera al ser los principales responsables del calentamiento global del planeta. Todos nos congratulamos cuando hace unos meses Rusia decidió su ratificación, lo que permite que el documento pueda entrar en vigor en 2005. El compromiso de reducción de estas emisiones (5%) fue generosamente incrementado hasta el 8% en la Unión Europea. La distribución interna de este porcentaje (acordada en Consejo de ministros de la UE de 16 de junio de 1998) permite a España incrementar las emisiones en un 15% respecto a las de 1990. Por real decreto-ley 5/2004, del 27 de agosto se aprobó el régimen de comercio de estos gases. Su dinámica es bien sencilla: aquellos países que no emitan el máximo atribuido podrán vender su sobrante (derechos de emisión) a quienes quieran contaminar más de lo permitido. España parece que quiere entrar en negocios con Uruguay al respecto.

Pero, en definitiva, ¿qué estamos haciendo? No nos equivoquemos, vender algo tan común e inapropiable como la atmósfera al mejor postor, pues a ella van a ir a parar estos gases, hoy centrados en el CO2, aire que respiramos todos, la inmensa mayoría ajena a esta decisión y a sus hipotéticos beneficios. No se nos oculte, hemos patrimonializado algo tan común como el aire, comprando, vendiendo y agotando su calidad. ¿Dónde están nuestras consideraciones para con las generaciones futuras, es decir, nuestros hijos?


Esteban Arlucea, PROFESOR DE DERECHO CONSTITUCIONAL DE LA UPV
EL CORREO, 31 de diciembre de 2004

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