Expertos en prevención alertan de un uso «menos responsable» que puede originar dependencia. Los institutos observan un repunte desde hace tres años.
El último informe del Observatorio Europeo de las Drogas (OEDT) destacaba hace unos días que los jóvenes españoles ocupan un lugar destacado en el consumo de cannabis de toda la UE. Entre los 15 y los 34 años, un 17% admitía haber fumado algún canuto en los últimos doce meses. En ese mismo comunicado se hacía una advertencia: en muchos países esta sustancia es la droga que requiere tratamiento con mayor frecuencia, después de la heroína.
La presencia del cannabis ha aumentado en 2,6 puntos entre los jóvenes españoles escolarizados de entre 14 y 18 años. Se sitúa como la droga ilegal más consumida y, en general, la más arraigada, por detrás del alcohol y el tabaco, según datos de la quinta encuesta sobre drogas a población escolar 2002, elaborada por la Delegación del Gobierno para el Plan Nacional sobre Drogas.
Los porros ya no sólo se asocian con el fin de semana y su consumo, cada vez más normalizado, se va incorporando a grandes zancadas a la vida diaria. «No voy a entrar a valorar si es mejor o peor, es diferente», dice Pakita Mateos, responsable del equipo de prevención de Agipad. Pero lo cierto es que mientras Europa siga siendo el mayor mercado mundial para la resina de hachís y la marihuana cada vez más accesible «es evidente que los consumos aumenten».
El 22%de los 25.000 escolares de 567 centros educativos encuestados para el citado estudio reconocía haber consumido cannabis en el último mes. Se ponía sobre la mesa un dato aún más relevante: este consumo se ha adelantado hasta los 14,7 años.
Los expertos en prevención de drogodependencias entienden que la edad está bajando de manera importante y «eso nos preocupa desde el punto de vista preventivo», reconoce Mateos. En la medida que un joven crece, aumenta su capacidad para decidir qué sustancias consume, cómo y qué riesgos asume, «pero a edades tan tempranas hay una mayor probabilidad de hacer un uso menos responsable y de acabar teniendo una dependencia», advierten desde Agipad.
Banalización del consumo
El estudio
Drogas y Escuela VI, publicado el primer semestre de 2003, con el que se culminaba un completo análisis del consumo de drogas entre los jóvenes donostiarras a lo largo de los últimos 20 años, permitió comparar los datos obtenidos en 2002 con los recogidos a lo largo de estas dos décadas atrás. Se ponía también aquí de manifiesto que en 1981, como ahora, la droga ilegal más extendida entre los jóvenes escolares de San Sebastián era el cannabis, que ha pasado del 36% al 57%, un porcentaje que casi duplica al del resto del Estado (31%), según datos recogidos por el Plan Nacional sobre Drogas. Al calor de estos datos, los expertos en prevención observan que «se quiera o no», cada vez hay más jóvenes que toman contacto prematuramente con esta sustancia. El problema, dicen, es que parece que «esa normalización se está transformando en banalización» en los últimos años. «Es decir, si bien no hay que rasgarse las vestiduras por el hecho de que una persona pueda consumir hachís, tampoco se puede decir que no pasa absolutamente nada», observa Mateos.
Desde hace tres años los centros escolares de Enseñanza Secundaria son testigos de un importante repunte de este consumo. No se se trata de un fenómeno ni mucho menos generalizado, pero sí es cierto que va dejando de ser un capítulo anecdótico que conforme se asienta hace necesaria la implicación del profesorado, los propios chavales, y sobre todo, las familias.
Es precisamente en este ámbito familiar donde los expertos observan desde hace tiempo que los modelos autoritarios, rígidos y no permeables de antaño han cedido terreno a otras estructuras «absolutamente permisivas» donde las normas parecen no existir. «Tan contrapreventiva puede ser la actitud del padre que piensa que al fumar su hijo un canuto se va a convertir en un toxicómano, como la de aquel que le da igual, que opina que ese consumo no le va a afectar», dicen.
Prevención en Primaria
Goiko, jefe de estudios del Instituto de Bachillerato Peñaflorida, conoce esta realidad, aunque, según dice, sólo afecta a una decena de los 600 escolares matriculados en el centro. No tiene que hacer mucha memoria para recordar que «hace poco cogimos a dos alumnas de 14 años fumando cannabis dentro del instituto. Les vamos a abrir un expediente serio», asegura, sin olvidarse de otros cuatro estudiantes más que «descubrimos en el patio».
Otros, durante el recreo, marchan al exterior del edificio. Tampoco éstos pasan desapercibidos para los profesores. El brillo delator que este tipo de sustancias deja en los ojos de los escolares es más que elocuente. «Cuando avisamos a sus padres, algunos se sienten muy impotentes, no saben qué hacer, y hay otros que dicen que es imposible, que no se puede tratar de su hijo», explica Goiko.
Los expertos consideran que para evitar que estos hábitos calen en edades tan tempranas, además del trabajo de prevención con alumnos de Secundaria, es necesario un programa previo en Primaria que, «sin embargo, está costando mucho aplicar», admiten desde Agipad. Y es que en ocasiones, para cuando cuajan este tipo de programas, los jóvenes ya han comenzado a coquetear con ciertas sustancias. «No es una buena estrategia reducir el trabajo al momento en que surge el problema», añade esta técnico en prevención.
«El hachís engancha, vaya que si engancha»
Nueve de la mañana. El donostiarra Juan, de 31 años, aguarda en el lugar acordado para mantener la entrevista bebiendo un zumo de piña. Hace unos meses es muy probable que un canuto hubiese ocupado a estas horas el lugar de la pajita con la que hoy sorbe el líquido. El policonsumo le impulsó a ingresar en la comunidad terapéutica Haize-gain, de Agipad, «pero mi mayor problema era el hachís», confiesa.
No fue muy precoz. Empezó a consumir cannabis a los 18 años, «ya sabes, muy tontamente», los fines de semana o cumpleaños de un amigo. Sin ser muy consciente de que las cosas iban cambiando, para los 22 años era ya una adicción en toda regla. «Estaba en paro, no tenía nada que hacer y pasaba de apuntarme a cursillos e historias de esas». Durante aquella temporada su particular manera de «vivir la vida y disfrutar» pasaba por dejar reducidos a cenizas no menos de ocho canutos diarios. «Bueno, y el fin de semana ni te cuento», prosigue.
Hasta entonces había controlado, pero dejó de hacerlo. No eran extrañas las escapadas a Pamplona, a casa de un amigo, para evitar los rumores del entorno vecinal. Allí pasaba el fin de semana «de juerga». De viernes a domingo consumía unos seis gramos y «encima mi amigo no fumaba... ¿eso quiere decir que lo gastaba yo sólo!», reconoce sorprendido hoy.
Pese a todo, durante mucho tiempo fue esquivo con la realidad. «No me quería dar cuenta de que tenía un problema. Un amigo me dijo: "¡Pero mira cómo andas! Deja los canutos que te están matando, se te olvidan las cosas...". Pero yo pasaba, le decía que con mi vida hacía lo que me diera la gana y que me olvidara». El día que no fumaba era mejor no acercarse a él -«estaba de muy mala leche»- aunque enseguida recobraba la tranquilidad tras liarse un petardo. «Me quedaba como una seda, me relajaba de una manera increíble».
Un día, dice, su padre le puso las pilas. Le había tenido que adelantar dinero en cuatro ocasiones para «pagar pufos» e incluso había recibido alguna que otra amenaza en su domicilio debido a las deudas de su hijo. Las cosas tenían que cambiar, y fue entonces cuando Juan decidió dar carpetazo al asunto. «Hablé con mi psicóloga y decidí afrontar el problema porque sabía que si me iba de casa me hundiría en la miseria», asegura.
Como un vino
El 17 de enero ingresó en la comunidad terapéutica Haize-gain. Los dos primeros meses estuvo internado en el centro, y posteriormente comenzaron las salidas, cada vez más frecuentes. «Es un sitio increíble, desde el primer día te acogen de maravilla», dice ahora, que después de diez meses sin haber probado un porro va retomando poco a poco el pulso con el día a día. Hace dos semanas empezó a trabajar en una fábrica de plásticos de Hernani.
Después de su experiencia, cuando Juan escucha «eso de que el hachís no engancha», esboza una sonrisa definitiva. «Esa gente se está engañando. Yo sólo puedo hablar de mi caso, pero vaya que si engancha. Si controlas es como quien toma un vino. De hecho, tengo amigos que fuman sólo por la noche. Es, digamos, su dosis para dormir. Estupendo, nadie te va a decir nada. Pero el problema llega cuando ese consumo se te va de las manos».
«Empecé a los 13 años y para mí no era drogarse»
Aitor habla de su pasado, sosegado, con una serenidad que sólo aporta la edad. Lo curioso en su caso es que sólo tiene 20 años, aunque de alguna manera haya vivido mucho más. Tiene las ideas muy claras, y cree que gracias a ello ha sido capaz de corregir un rumbo destructivo que «otros no ven». Es un tío que merece la pena.
Empezó a fumar hachís a los trece años, con los amigos. Consumía poco, dos canutos al día, pero el engranaje de la adicción no había hecho más que empezar a girar. El cannabis le dejaba sin blanca y para sufragar su gasto empezó también a vender. Seguía teniendo tan sólo trece años y, como él dice, «ya había empezado a cañón».
Su vida escolar no difería de la callejera. Nervioso, inquieto... destacaba entre los malos de la clase. Era el clásico gamberro que se reunía en el recreo con sus colegas para fumar porros. «En realidad íbamos al colegio a estar, a hacer el capullo. Cuanto más lo hacíamos mejor nos sentíamos, era nuestro rol, incluso nos poníamos en plan agresivo», añade, en total contraste con la calma imagen que hoy ofrece.
Siempre había partido de una premisa: jamás se drogaría. Curiosamente, no dejaba de hacerlo. Y es que «a los trece años yo no tenía asentada mi personalidad, tenía muchas cosas que descubrir, y eso para mí no era drogarse. Fumar hachís era lo mejor, te servía para relacionarte con los demás, y como además estaba mal visto, lo teníamos que hacer a escondidas. Poco a poco nos fuimos creando nuestro propio mundo».
Su conducta no pasó desapercibida en el centro escolar. A él y a otros cuatro colegas más les pusieron en contacto con un psicólogo. No sirvió de nada. Él cree incluso que tuvo un efecto contraproducente porque «ibas, contabas tus mentiras, y seguías haciendo lo tuyo».
La separación de sus padres impulsó su huida hacia adelante. «Vivía con mi padre, que me intentaba dar todo lo mejor, pero yo me aprovechaba de ello», admite. Una Nochevieja, a los 14 años, le dio por probar también speed y pastillas. Comenzó entonces una carrera desenfrenada de policonsumo que en realidad era un «concurso entre los amigos en donde quien más tomaba era el más machote».
Con trabajo
A los 17 años acabó su etapa escolar. Quería trabajar. Empezó un cursillo de búsqueda de empleo y gracias a ello estuvo sin probar ni pastillas ni speed durante ocho meses. «Pero claro, me metía el doble de dosis de hachís». En realidad, desde los trece no sabía lo que era la vida sin meterse.
A los 18 llegó el ansiado empleo, y con él la pasta y las discotecas. «Me relacionaba con gente muy mayor, era un mundo en el que iba adelantado». Fue entonces cuando comenzó la etapa de la ketamina -anestesia de caballo- una droga que le encantaba, por su efecto duradero. «Estuve muy enganchado y perdí la noción de lo que es la vida», reconoce. Empezó a esnifar todos los días en el trabajo mientras que el fin de semana seguía con la ketamina.
Un día, deprimido, se levantó llorando. «Mi cuerpo, que ni dormía ni comía, me empezó a dar avisos de que así no podía seguir». Pese a ello se resistía a buscar ayuda, aunque acabó haciéndolo, acudiendo a Agipad. «¿Que si ha cambiado mi vida? Bueno, ahora estoy más tranquilo. Suelo ver a los amigos de antes, porque siguen siendo amigos, pero les he dejado muy claro que tiene que cambiar mi vida. Por eso, cuando salgo a tomar un pote por la Parte Vieja quedo con otra gente. Sé que me queda mucho trabajo por hacer».
EL DIARIO VASCO, 5 de diciembre de 2003