A pesar de definirse legalmente como sistema de reeducación y reinserción, las cárceles siguen marcadas por la violencia y el castigo, destrozando así las capacidades sociales del individuo.
Entre la cárcel y la exclusión existe un círculo vicioso que no se rompe a pesar de la pretensión legal que marca el artículo 25.2 de la Constitución española según el cual el sistema penitenciario debe dedicarse al tratamiento y la reeducación. Para Enrique Arnanz, sociólogo experto en cárceles que el pasado día 27 ofrecía una conferencia organizada por Solidarios en la facultad de Ciencias de la Información de la Universidad Complutense de Madrid, “aunque las pinten de rosa”, las prisiones españolas siguen siendo una “estructura de violencia y castigo”. La “relación esquizoide entre la ley y la realidad” hace que la exclusión y la prisión sean dos caras de la misma moneda.
La privación de la libertad va más allá de eliminar cualquier la capacidad de organización personal o de poder salir a la calle. Se trata de un aislamiento social desde todos los puntos de vista. La cárcel de Guadalajara está situada en medio de la ciudad, los presos, desde el patio, pueden ver los edificios contiguos, a los vecinos, escuchar los ruidos de la calle y, en cierta manera, pueden así participar de la vida social que les rodea. La de Guadalajara es una de las cárceles más demandadas por los presos españoles. Por el contrario, en la nueva megacárcel de Navalcarnero, construida en medio de la nada según el modelo imperante en las nuevas construcciones penitenciarias, el único paisaje que se ve es el cielo.
Desestructuración personal y social del régimen disciplinar
”Conozco internos que, llevando siete años en la cárcel, se han olvidado qué color es para cruzar, el rojo o el verde”, así ilustra Arnanz la pérdida de capacidades sociales que un recluso sufre al no existir ninguna permeabilidad entre la prisión y la sociedad. Un ejemplo de las dificultades que esta desestructuración social provoca en el recluso es como, en la cárcel de Aranjuez, a presos que les queda poco tiempo para salir les dan clases de seducción, después de tantos años “se les ha olvidado ligar y su autoestima está por los suelos”.
Pero si hay algo que causa peores consecuencias en los 52.000 presos que hay en España es que todos sigan un mismo régimen disciplinar que les priva de cualquier decisión por si mismos. El régimen disciplinar supone levantarse todos a la misma hora todos los días y cumplir la misma rutina de comidas, aseo o recuentos. Los buenos presos son los que cumplen esto y los malos los que no. Esto hace que, por ejemplo, reclusos condenados por delitos sexuales que tienen mucha facilidad para atenerse al régimen disciplinar, sean considerados como los mejores presos y, al no existir apenas tratamiento en las cárceles para su patología, al salir del centro explotan dificultando su rehabilitación.
Un último elemento que, a ojos de Arnanz, convierte lo que tenía que ser un sistema de tratamiento en uno punitivo es la relación entre el funcionario de prisiones y el preso. La dialéctica de tensión provocada por la obligación de unos de hacer cumplir el régimen disciplinar y de otros de cumplirlo hace que los reclusos siempre vean en el funcionario un representante de una institución que les está privando de la libertad. A esto hay que añadir la evolución que siguen las estructuras carcelarias que ha hecho que se pierda la relación personal entre unos y otros. El sociólogo pone el ejemplo de dos veces distintas que ha visto a un funcionario de prisiones controlar un partido de baloncesto en la cárcel de Cáceres; en la primera el trabajador lo hacía jugando el mismo el partido, en la segunda lo controlaba desde lejos, encerrado en una garita y leyendo un Penhouse.
"Nunca se le puede negar a nadie la posibilidad de cambiar", así terminaba Enrique Arnanz su dura charla sobre el sistema penitenciario español.
Liliana Marcos
CANALSOLIDARIO.org, 27 de noviembre de 2003