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Crónicas de la guerra de la coca (EL PAIS)

El mes pasado, Bolivia fue escenario de una extraordinaria insurrección popular que terminó con el mandato del presidente Gonzalo Sánchez de Lozada. El disparador de la rebelión fue un polémico plan para exportar gas a EE.UU. a través de Chile, pero su verdadero trasfondo fue un programa de erradicación de cultivos de coca iniciado años atrás, bajo la presidencia del ex dictador Hugo Banzer Suárez, e instigado por EE.UU. La Unidad Móvil de Patrullaje Rural (Umopar), columna vertebral de la lucha militar contra el narcotráfico en Bolivia, celebró la semana pasada su 20º aniversario en la provincia de Chapare, territorio renombrado por los cultivos de coca. Los festejos tuvieron como invitado de honor al embajador de Estados Unidos. David Greenlee llegó a la base en un helicóptero militar, departió con la tropa y en su alocución dijo que en Bolivia existen dos Chapares, uno dedicado al desarrollo alternativo y productivo y otro a los conflictos, bloqueos y al tráfico de drogas. La opinión del embajador es referencia obligada en un país cuya estrategia antidroga tiene el sello de EE.UU. hasta en el detalle más nimio. Norteamericana es la política de erradicación de los cultivos de coca, la logística –helicópteros, aviones, transporte terrestre–, la propaganda antidroga en las carreteras y la instrucción que reciben los alumnos del centro de entrenamiento internacional antinarcóticos Garras del Valor, una Escuela de las Américas en pequeña escala. “Sin el soporte de Estados Unidos no podríamos enfrentar esta lucha”, asegura el teniente coronel Jaime Cruz, comandante de la Umopar en Chapare. La ayuda estadounidense a Bolivia para la lucha antidroga fue el año pasado de 104 millones de dólares, según el Departamento de Estado, incluido el desarrollo de cultivos alternativos, interdicción, erradicación y prevención. Este es el eje de la política norteamericana en Bolivia, con una embajada gigantesca en La Paz, que tiene 900 funcionarios, la más numerosa en América latina después de México. El fallecido presidente Víctor Paz Estenssoro vaticinó en Ginebra en 1960, que Bolivia erradicaría los cultivos de coca en 20 años, pero el país andino es todavía, después de Colombia y Perú, el mayor productor de la planta con la que se elabora el clorhidrato de cocaína. Siguiendo la carretera desde la ciudad de Cochabamba a Santa Cruz, la vegetación irrumpe con fuerza en un clima cada vez más tórrido y húmedo a medida que uno se adentra en el Chapare, en pleno Trópico boliviano. En la localidad de San Jacinto hay el primer control de Umopar. “No apoyes el transporte de percusores ilícitos para el narcotráfico”, “Estamos en lucha contra las drogas. Unete a nosotros”, puede leerse en dos carteles enormes, en castellano y en quechua. Hemos entrado en una zona caliente, fuertemente militarizada, donde se libra desde hace tiempo una batalla que empieza a contar los muertos. En el año 2000 los cocaleros bloquearon el país durante un mes, con el corte de todas las carreteras del Chapare. La semana pasada una bomba trampa alcanzó de lleno a un soldado y dejó ciego a otro cuando una columna se dirigía a erradicar una plantación de coca. Los militares y la embajada estadounidense acusan a los cocaleros (productores de hoja de coca) de la violencia que se ha adueñado del Chapare. Desde 1997 el gobierno boliviano está enfrascado en el Plan Dignidad, que inició el presidente Hugo Banzer bajo el lema “coca cero” para acabar con los cultivos ilegales. Las cifras oficiales indican que desde que se puso en marcha la campaña han sido erradicadas 60.000 hectáreas de hoja de coca, lo que impidió la producción de 230 toneladas anuales de cocaína. En la región de Los Yungas, al norte de La Paz, hay 12.000 hectáreas de cultivo legal de hoja de coca, para el consumo de los pueblos indígenas, que conservan la tradición de pijchar (mascar coca) desde el período del Imperio Inca. “Los programas de erradicación han reducido a una mínima expresión la proporción de coca existente en el Chapare”, explica un informe del Ministerio de Gobierno, que presenta como éxito las 123.000 hectáreas plantadas con cultivos alternativos como banana, palmito, naranja, piña, flores tropicales y maracuyá, la constitución de más de 260 empresas y asociaciones de productores y la creación de 3.900 nuevos empleos. Más allá de las cifras, es muy difícil cuantificar la extensión de cultivo ilegal en el Chapare. Puede haber entre 10.000 y 15.000 hectáreas, coinciden varias fuentes. La DEA (agencia antidrogas de EE.UU.) ha utilizado satélites, que no bastan para detectar la coca plantada entre la maleza y oculta en medio de arbustos silvestres, la llamada coca enchomada. El triunfalismo del gobierno contrasta con la visión de muchos campesinos, de la Iglesia católica y de otros sectores sociales. “Diecisiete años de cultivos alternativos no han dado resultado. El dinero que distribuye la embajada norteamericana no llega a los campesinos”, replica el defensor del pueblo del Chapare, Gofredo Reiniche. “Más del 70 por ciento va a reforzar la presencia militar y sólo una pequeña parte se destina al desarrollo alternativo.” La consecuencia es que muchos campesinos que prueban cultivos sustitutivos mantienen a escondidas sus plantaciones de coca. La rentabilidad de unos y otros habla por sí sola. Una hectárea de coca da unos 6500 dólares al año es muy resistente a las plagas, la planta dura entre 10 y 15 años y no exige grandes labores agrícolas. Como contraste, una hectárea de pimienta rinde 3500 dólares; una hectárea de bananas, 3000 dólares; y una hectárea de palmitos, 1500 dólares. Unas 11.000 familias (de unos seis miembros cada una) viven de esa nueva actividad, pero la coca sigue dando de comer a otras 40.000 familias. Antes de llegar a Chimore, la carretera atraviesa Shinahota, una pequeña localidad con el mercado a pie de carretera, en el que la compra y venta de cocaína era prácticamente libre en los años ‘80. El polvo blanco se conseguía sin dificultad en cualquiera de los puestos callejeros. Hoy sólo quedan las mujeres que venden hoja de coca. En el hospital de Chipiriri, un pequeño poblado a diez kilómetros de la carretera principal, Julia se recupera de dengue, una de las enfermedades junto a la malaria que más castiga a los pobladores de la zona. Cuenta esta campesina que los militares llegaron y erradicaron de raíz todas las plantaciones de coca. “No hay diálogo –dice en quechua–. Entran y cortan todo. Nos amenazan. En la zona donde vivo sólo había coca, nadie cultiva otra cosa”. Para llegar a Uncia, la comunidad de Julia, hay que recorrer 75 kilómetros y sortear cuatro ríos sin puentes. Eliminada la coca, los campesinos han empezado a sembrar arroz, ananá y banana, pero la tierra de Chapare, con suelos de 20 y 30 centímetros de capa útil, no es tan benevolente para estos cultivos. Los pobladores originarios eran los yuracarés, pero en los años ‘80 se produjo el boom de la colonización del Chapare, procedente de los valles de Cochabamba y de las regiones mineras del Altiplano como Potosí, Oruro y Sucre. El aumento demográfico del Trópico boliviano fue de tal magnitud que los 32.000 habitantes de 1976 llegaron a medio millón en el momento cumbre de la producción de cocaína en los años 1982-83. En aquella época Chapare era un territorio al margen de la ley, donde imperaba el orden de los narcotraficantes. Eran frecuentes los ajustes de cuentas, los enfrentamientos a tiros y el aterrizaje de avionetas a plena luz del día en carreteras o pistas secundarias. Emilio Portillo llegó de La Paz, donde trabajaba de albañil. Desconfiado de entrada, menciona la yuca y el arroz como sus únicos cultivos. Fue testigo de la llegada de los militares para erradicar la planta maldita, –“ellos no entienden nada de agricultura”–, y confiesa que nada da mayores réditos que la coca. Cuatro cosechas al año. “Están sacando todo, pero volvemos a plantar. ¿De qué vamos a vivir?”, admite en un arranque de sinceridad. Cuando irrumpió el narcotráfico, el precio de la hoja de coca subía semana tras semana. De 15 dólares la libra (medio kilo) a 500 dólares. En las épocas de mayor represión el precio suele descender, ya que los traficantes argumentan que “el trabajo” entraña mayores riesgos. La coca del Chapare es ideal para la cocaína porque tiene el alcaloide necesario para la producción de la droga, dice el teniente coronel Freddy Melo, jefe de operaciones de erradicación. El campesino sabe perfectamente que el destino del 90 por ciento de la coca de esta región es el polvo blanco, cuya demanda en cantidad y calidad en los mercados de Estados Unidos y Europa no ha disminuido. Francesc Relea, Chapare EL PAIS, 9 de noviembre de 2003
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