El 1% más rico de la población de Brasil gana lo mismo que el 50% más pobre. El presidente Lula busca apoyos para corregir la situación con reformas radicales.
La desigualdad es la nota predominante de los últimos 100 años en Brasil. A lo largo del siglo XX, el gigante latinoamericano aumentó su riqueza pero no distribuyó. El producto interior bruto (PIB) se multiplicó por 110, pero la concentración de la renta llegó a tal punto que el 1% más rico de la población gana lo mismo que el 50% más pobre. Los datos forman parte de las Estadísticas del siglo XX, un informe de 16.000 gráficos y estudios analíticos que acaba de presentar el Instituto Brasileño de Geografía y Estadística (IBGE). Brasil ha tenido en estos 100 años un aumento del PIB per cápita de similares características a Japón, Finlandia, Noruega y Corea del Sur, lo que no ha impedido que los ingresos del 10% más rico sean un 47% superiores al 10% más pobre.
El presidente del IBGE, Eduardo Pereira Nunes, subraya el "crecimiento fantástico" de Brasil, "comparable al de pocos países en este siglo". Pero, al mismo tiempo, pone de relieve que el país ha sido incapaz de resolver una serie de problemas que siguen vigentes en los primeros compases del siglo XXI. Según cifras del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), Brasil despidió el siglo XX en el furgón de cola de los países con peor distribución de renta del mundo. Sólo quedan atrás cinco naciones africanas: Namibia, Botsuana, Sierra Leona, República Centroafricana y Suazilandia.
La desigualdad llegó a la cota más alta en los años noventa, disminuyó al finalizar el siglo, pero no mejoró los índices de los años setenta. El PIB real dio un salto de gigante en 100 años al pasar de 9.184 millones de reales en 1901 a poco más de un billón de reales en 2000, lo que significa un incremento de 110 veces. En el mismo periodo, la población aumentó de 17,4 millones de habitantes a 169,8 millones. Brasil pasó de una economía primaria exportadora de café a una economía industrial que sustituyó a las importaciones. Pero mayor riqueza no se tradujo en más justicia social.
La desigualdad también tiene raíces raciales -los negros y mulatos (44,5% de la población) ganan menos-, de género -las mujeres superan numéricamente a los hombres- y regionales -entre los Estados más pobres del norte y los más ricos del sur-. Brasil es más educado, más urbano, más alfabetizado, más industrializado y con una población más longeva y femenina que un siglo atrás. La mortalidad infantil ha retrocedido, aunque más del 6% de los niños fallece por enfermedades típicas del Tercer Mundo.
La presentación del informe sirvió para rendir homenaje a Celso Furtado, uno de los grandes economistas brasileños que han sido propuestos al Nobel de Economía de este año. Ministro de Planificación en el Gobierno de João Goulart (1961-1964), que fue derrocado por los militares, y coautor con el ex presidente Fernando Henrique Cardoso de más de un libro, Furtado reprochó "el inmovilismo crónico" de la sociedad brasileña que se resiste a cambiar. "Todos los problemas han sido expuestos", dijo el economista, "nadie tiene la menor duda de que hay que desconcentrar la renta, pero nadie lo hace".
La modificación de esta sobrecogedora fotografía de la realidad social brasileña es el caballo de batalla del presidente, Luiz Inácio Lula da Silva, que, al cumplir nueve meses en el Gobierno, está en plena lucha para comenzar a doblegar algunos privilegios. Las reformas de la Seguridad Social y del sistema tributario son los dos grandes objetivos que pretende lograr antes de que termine el año. La Cámara de Diputados ya ha dado luz verde a los dos proyectos de ley, que actualmente están siendo debatidos en el Senado.
Lula recibió ayer en Brasilia a los 27 gobernadores de todos los Estados del país para discutir la unificación de los programas sociales en la llamada Bolsa-Familia, que el Gobierno ha presupuestado en 5.300 millones de reales para el año próximo. Los gobernadores, más interesados en hablar de las consecuencias de la reforma fiscal, se resisten a aportar los fondos que reclama el Ejecutivo federal para los programas.
El primer mandatario presentó oficialmente el programa Bolsa-Familia, en el que quedarán incluidos cuatro programas -Bolsa-Escuela, Bolsa-Alimentación, la cartilla alimentaria y la ayuda al gas-, que estaban diseminados en cuatro ministerios. De los 27 Estados, sólo 12 tienen proyectos propios de transferencia de recursos. El resto dice no disponer de recursos suficientes. La mayoría de gobernadores pertenecen a fuerzas políticas distintas del Partido de los Trabajadores (PT), en el poder, aunque algunas de ellas le apoyan en el Congreso. El respaldo no es gratuito y tiene su contrapeso precisamente en el enorme poder de los Estados.
Lula ha tenido que demostrar su capacidad de equilibrista a la hora de aplicar una política económica ortodoxa, que satisface a los organismos financieros internacionales y ha permitido mantener en orden las cuentas fiscales, y proponer reformas hasta ahora ensayadas y nunca puestas en práctica. La lentitud de los cambios, prometidos en campaña, ha provocado que en las propias filas del PT surgieran las voces más estridentes contra el presidente, que afronta el dilema de tener que expulsar del partido a los parlamentarios más díscolos, que en la primera fase del debate votaron contra las reformas tributaria y de la Seguridad Social.
La pelea de los Estados
La larga cumbre del presidente de Brasil, Luiz Inázio Lula da Silva, con los 27 gobernadores brasileños concluyó anoche con una sesión de cine en el Palacio de Alvorada, un lugar que se reserva sólo para las grandes ocasiones.
El anfitrión invitó a los presentes a una cena y a una sesión de cine, en la que se proyectó la película Que sea lo que Dios quiera, del realizador brasileño Murilo Salles. El título parecía elegido a propósito, en una jornada en la que el presidente pretendía hablar más de programas sociales y menos de reforma fiscal, a sabiendas de que era una pretensión irrealizable.
Los gobernadores acudieron a Brasilia con las ideas muy claras sobre qué temas había que discutir, sobre todo después de las declaraciones del ministro jefe de la Casa Civil, José Dirceu, número dos del Gobierno.
Dirceu, en vísperas de la reunión, acusó a algunos gobernadores de los Estados más ricos de estimular la guerra fiscal, al recurrir a la concesión de nuevos incentivos fiscales en sus respectivos Estados con el objetivo de atraer la instalación de nuevas empresas.
José Dirceu advirtió de que el Gobierno federal rechazaba la aprobación de nuevas legislaciones en algunos Estados, a lo que los gobernadores replican que cada Estado tiene su situación particular.
El Ejecutivo federal había fijado el 30 de septiembre como fecha límite para la concesión de incentivos fiscales.
Francesc Relea, São Paulo
EL PAÍS, 1 de octubre de 2003