Miles de ruandesas violadas e infectadas por el sida durante el genocidio sobreviven sin los fármacos que podrían salvarlas.
Miles de mujeres ruandesas que fueron violadas e infectadas con el virus del sida durante el genocidio de 1994 han muerto, pero miles más -misterios de la enfermedad- siguen aferrándose a la vida. De ellas, 15 están recibiendo los fármacos antirretrovirales que se administran de forma rutinaria a los pacientes seropositivos en los países ricos. Gracias a la organización de viudas Avega (Association des Veuves du Génocide, www.avega.org.rw), han conseguido recaudar, de donantes extranjeros, el dinero que necesitan para obtener los medicamentos salvavidas. "Hoy viven vidas normales", dice Annonciata Nzamukosha, de Avega, sobre las 15 afortunadas. "Algunas habían perdido las uñas o el cabello. Estaban al mismo borde de la muerte. Ahora, no sólo han recuperado el cabello y las uñas, sino que trabajan y se encargan de sus familias".
Emérita Nakabonye no es una de las afortunadas. Es verdad que ha sobrevivido al VIH durante los nueve años y medio transcurridos desde que la población hutu se alzó contra los tutsis. Pero últimamente cae enferma cada vez con más frecuencia y, aparte del miedo a sucumbir al sida, plenamente desarrollado, hace mucho que tenían que haberla operado para extraerle el útero, destrozado durante las violaciones en grupo que sufrió a diario entre el comienzo del genocidio, en abril de 1994, y el final, tres meses más tarde, cuando las fuerzas rebeldes de liberación del Frente Patriótico de Ruanda tomaron el poder. Una hermana que sufrió la misma suerte ya ha muerto. El marido de Emérita, como tantos otros, tuvo una muerte más rápida. Le hicieron pedazos con machetes ante sus propios ojos. "Eran tres. Primero le cortaron un brazo, luego el otro. Luego las piernas. Cortaron y cortaron y cortaron, hasta que le mataron".
La historia, en el contexto de Ruanda, es vulgar, banal, habitual. Cada familia tutsi tiene una igual. Mientras Emérita habla en su desnuda cabaña de barro, Annonciata y otra mujer de Avega -las dos, también viudas que lo han visto y lo han oído todo- escuchan en un silencio respetuoso. Pero nada más. No lloran, no suspiran. Casi ni alzan la ceja. Emérita parece tranquila cuando empezamos a hablar pero, a medida que va recordando con más intensidad aquellos momentos de pesadilla, se frota y se frota cada vez con más fuerza las manos, el tono de su voz va bajando y sus ojos se llenan de lágrimas mudas. Pero durante las dos horas que pasamos juntos, no llora en ningún instante. Está demasiado cansada, demasiado agotada, demasiado exhausta por su frágil salud y por los golpes que le ha deparado la vida. No conformes con matar a su marido y violarla a ella, los asesinos -sus vecinos hutu- destruyeron su hogar. La falta de dinero hace que, todos estos años más tarde, todavía no haya reparado los agujeros del tejado y las paredes.
"Después de todo lo que ha ocurrido, no tengo miedo de morir", dice Emérita, una mujer delgada y elegante, con un bello rostro del color y la textura de las aceitunas oscuras. "Lo único que temo es dejar a mis hijos, que tengan que salir adelante solos. Me preocupa cómo van a sobrevivir sin mí". Tiene cuatro hijos, de los que la mayor tenía siete años cuando se produjo el genocidio, y un niño más que era de su hermana muerta y del que cuida ahora ella.
Emérita conoce la existencia de los antirretrovirales, unas medicinas que no curan la enfermedad pero sí la contienen. Seguramente no sabe que, hace apenas unas semanas, se firmó en Ginebra un acuerdo con las grandes compañías farmacéuticas para proporcionar fármacos de vida o muerte baratos a los países más pobres del mundo, si bien ya ha comenzado un debate sobre las restricciones comerciales y la viabilidad de una distribución eficaz.
Sin duda, los debates y las recriminaciones proseguirán durante mucho tiempo. Lo único que sabe Emérita es que, tal como están hoy las cosas, ni ella ni Avega -que cubre sus necesidades básicas para vivir- pueden sufragar los medicamentos que necesita. "Es imposible", dice. "Son demasiado caros". Tiene demasiada dignidad para rogar, chillar o clamar al cielo. El mundo le debe un favor. Y el mundo debería de saberlo. Porque el hecho de que la ONU, la OTAN y todos los países que habrían podido hacer algo permanecieran al margen y no movieran un dedo durante un genocidio que acabó con las vidas de 800.000 hombres, mujeres y niños inermes e inocentes, es un escándalo de proporciones gigantescas. En el caso de Emérita y de miles de mujeres como ella, el mundo tiene la oportunidad de expiar una parte del pecado. Están condenadas a muerte porque, mientras sufrían los tormentos del infierno, no hubo nadie en Nueva York, Washington, Londres o Madrid que se interesara en responder a sus gritos.
No se sabe de ningún otro hecho tan salvaje como el genocidio ruandés en la historia. Según Emérita, los asesinos estaban tan poseídos por el diablo que a las jóvenes a las que mataban antes de tiempo en su demente precipitación "las violaban, una y otra vez, después de muertas". Emérita dice que lo vio con sus propios ojos. Igual que vio cómo la violaban a ella una y otra vez, durante 100 días. "Volvían todo el tiempo, volvían y volvían sin parar". "Ahora", dice Emérita, "las medicinas son mi única esperanza. Son las únicas que pueden salvarme. Sólo los medicamentos me pueden devolver la energía y la vida".
John Carlin, Kigali
EL PAÍS, 17 de septiembre de 2003