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El número de tontos (EL CORREO)

El otro día, en una tertulia con unos amigos -de las de bar, no de las de cobrar-, hablábamos de los tontos. De los tontos en general, de los tontos y de las tontas. Conveníamos en la sabiduría del tópico de considerar menos peligroso enfrentarse a un malvado inteligente que a un tonto bondadoso. Es sabido que el enemigo mefistofélico inteligente descansa a ratos, no ejerce de villano las veinticuatro horas del día. Sin embargo, la dedicación del tonto es ontológica, vitalicia, perenne como la hoja del alcornoque. Y son imprevisibles; sus actuaciones no derivan del razonamiento y escapan por tanto a las expectativas lógicas. Los tontos son más peligrosos que hacer gárgaras con trilita y lo son siempre, aunque tengan la mejor voluntad y sean más buenos que Bambi. Por otra parte, considero que el tonto bueno es el menos habitual. Creo que la maldad y la brutalidad -la banalidad del mal que radiografía con extraordinaria lucidez Hannah Arendt- se da más entre los estúpidos que entre las personas inteligentes. Con un millón de excepciones, desde luego, pero entiendo que la inteligencia, por el mero hecho de su uso, debe conducir naturalmente a un cierto sentido de la ética, la integridad y la filantropía: la forma inteligente de vivir en sociedad. Y claro, cuando el tonto es malo y además tiene poder, cosa más que frecuente, cuerpo a tierra. Nos salió una gran lista de tontos con poder en órbitas autonómicas, estatales y mundiales. Evitaré dar los nombres por si a alguno de los tontos le diera por ponerme una querella. Ya colapsan bastante los tribunales con sus demandas por injurias los tontos-bufones del mundo rosa. En su divertidísimo e inteligente ensayo Elogio del imbécil (Temas de Hoy), Primo Aprile razona que los tontos con poder proliferan porque eligen a sus semejantes para sucederles y marginan a los inteligentes. Una especie de inconsciente en el colectivo de los encefalogramas planos -o que en realidad no son tan tontos- les dicta que la manera de medrar y perpetuarse en las distintas facetas del poder, en sus puestos clave, es establecer una unánime mediocridad en la que alguien inteligente desentonaría y daría problemas; sería como el grano de arena que puede parar el engranaje al cuestionarse que por qué es cuadrado si tendría que ser redondo. Y al comprobar que el engranaje es cuadrado por la ineptitud del tonto, querrá descabezarlo. El tonto teme al inteligente tanto o más que el inteligente al tonto, por eso lo margina y neutraliza cuidadosamente. Se puede decir que actúa en una legítima defensa a priori para que no le saquen la cuchara de la sopa boba. Esta certera teoría contestaría a esa pregunta que tantas veces nos hemos hecho de que cómo es posible que pueda estar este tío o tía -generalmente más son tíos- tan tonto al frente de este equipo de profesionales, o en esta opulenta poltrona, o decidiendo qué programa en un canal de televisión o cuál es la política de un gobierno. En lo que nos mostrábamos divididos en la tertulia es en el número de tontos. Es decir, si este número es una proporción más o menos constante a lo largo de los siglos o si tiende a disminuir o aumentar. Para Aprile este número claramente crece. Aparte del nepotismo de los tontos antedescrito, crece desde los albores de la Humanidad por una especie de selección natural opuesta a como la hemos entendido desde Darwin. En la historia del ser humano, dice, no prosperan los individuos más capaces, sino los menos. Pone dos ejemplos de tan alta calidad humorística como dudosa seriedad antropológica e histórica. Afirma que el hombre de Neanderthal desapareció por ser más inteligente que el de Cromagnon, que fue el que sobrevivió. El de Neanderthal desarrolló un cerebro más grande que el de Cromagnon y por tanto un cráneo de mayor volumen. Las hembras Neanderthal, de pelvis no muy amplias, se las veían y deseaban para parir esas grandes cabezas plenas de materia gris y el índice de mortandad en los partos se multiplicó. Las hembras Cromagnon, sin embargo, no tenían problemas para echar al mundo a sus vástagos de modesto coco. O el caso de la antigua Grecia. La guerra de Troya le sirve de ejemplo. Los griegos mandaban a la milicia a sus mejores hombres, a sus héroes, a la elite de sus hijos. En el asedio de Troya, a próceres como Aquiles, Héctor o Ulises, que dejaban a sus esposas solas en la patria y que en la mayoría de los casos, por ser los más valientes, eran los que caían. Los que no iban a la guerra, los emboscados, la canalla, las cobardes piltrafas del arroyo, consolaban a las solitarias damas y eran los que las embarazaban: los genes de los tontos prosperaban -aunque en este ejemplo es bastante discutible quiénes eran los auténticos tontos- y se sucedían generación a generación. Probablemente, la proporción de tontos sea más o menos estable a lo largo de los tiempos. Ya en el Siglo de Oro parecían abundar. El sibilino jesuita Baltasar Gracián escribió: «Son tontos todos los que lo parecen y la mitad de los que no lo parecen». Lo que quizá sucede es que a los tontos actualmente se les ve más. Salen por la televisión, o más bien la copan, y parecen estar en todas partes. De ahí que su presencia resulte abrumadora y su número parezca legión. La televisión, además, aparte de servir de escaparate de tontos, al protagonizar estos la mayoría de la programación, sirve para fabricar nuevos tontos por ósmosis contemplativa. Por supuesto, me estoy refiriendo a los tontos de los países ricos, los que tienen fácil acceso a la cultura y le dan la espalda. Los habitantes de los países pobres bastante tienen con sobrevivir como para censurarles que no se cultiven y encima llamarles tontos. No necesariamente, ni mucho menos, todo inculto es estúpido, aunque la cultura favorezca el desarrollo del pensamiento y por tanto de la inteligencia. En mi juventud, el inculto, el que no leía nunca, se avergonzaba de ello y procuraba ocultarlo. En la actualidad, el analfabeto funcional alardea de su ignorancia, la exhibe como un trofeo e incluso llega a burlarse de lo intelectual. Eso sí es de tontos. Y no creo que quede la esperanza de que las cosas empiecen a cambiar cuando toque fondo esta entronización de la estupidez, muy agudizada en la última década. Los tontos, cuando tocan fondo, excavan. Juan Bas, escritor EL CORREO, 10 de agosto de 2003
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