La vida de la población de Irak se desarrolla bajo la conmoción causada por la guerra y la ocupación militar por parte de las fuerzas anglo-estadounidenses que derrocaron a la dictadura de Sadam Husein. El escritor peruano Mario Vargas Llosa ha indagado en esa realidad en un viaje a esta nación de Oriente Próximo -realizado entre el 25 de junio y el 6 de julio-, donde recogió testimonios y vivencias en diversos sectores de la sociedad. El resultado es el Diario de Irak, de siete capítulos, cuya primera entrega se publica hoy. El narrador aborda en ellos la situación del convulso país, desde el caos en las calles, el tejido religioso, étnico y cultural, hasta las perspectivas de que se logre la estabilización política.
La ausencia generalizada de una Administración civil ha sumido la vida de Bagdad y otras ciudades iraquíes en una libertad salvaje, que hace sentirse a la población desamparada y aterrada. Los tanques y las patrullas de a pie de los soldados norteamericanos, por su parte, recorren las calles en un clima de recelo por el creciente número de atentados registrados contra las fuerzas de la coalición.
Irak es el país más libre del mundo, pero como la libertad sin orden y sin ley es caos, es también el más peligroso. No hay aduanas ni aduaneros y la CPA (Coalition Provisional Authority), que preside Paul Bremer, ha abolido hasta el 31 de diciembre de este año todos los aranceles y tributos a las importaciones, de modo que las fronteras iraquíes son unas coladeras por donde entran al país, sin dificultad ni costo alguno, todos los productos habidos y por haber, salvo las armas. En la frontera con Jordania, el oficial norteamericano de guardia me aseguró que esta semana habían ingresado a Irak por allí un promedio de tres mil vehículos diarios con mercancías de todo tipo.
Por eso las dos largas avenidas Karrada In y Karrada Out, que zigzaguean, como hermanas siamesas, por Bagdad, ofrecen, en sus innumerables tiendas que se han desbordado hacia la calle y convertido las veredas en un pletórico bazar, una inmensa variedad de productos industriales, alimenticios y vestuarios. Y, también, en el paraíso de la piratería en materia de discos, compactos y vídeos. Pero lo que los bagdadíes compran con avidez son las antenas parabólicas, que les permiten ver todas las televisiones del mundo, algo que no les ocurrió nunca antes y que indigna a los clérigos conservadores, que ven en ese desenfreno televisivo una invasión de la corruptora pornografía occidental. Los iraquíes ahora pueden también navegar libremente por el Internet, lo que era delito en tiempos de Sadam Husein, y es divertido ver en los cafés informáticos que han brotado como hongos por Bagdad la pasión con que los bagdadíes, sobre todo los jóvenes, se entregan a este novísimo deporte que los integra al mundo. Pero el activo comercio callejero tiene más de trueque primitivo que de compraventa moderna. Como no hay bancos, ni cheques, ni cartas de crédito, todo se hace al contado, y, dada la desintegración del dinar (unos 1.500 dinares por dólar el último día que estuve allí) para hacer cualquier adquisición el comprador debe llevar consigo voluminosas cantidades de billetes -maletas, a veces-, que le pueden ser birladas en cualquier momento por la plaga del momento: los ubicuos Alí Babás. Porque, además de aduaneros, tampoco hay policías, ni jueces, ni comisarías donde ir a denunciar los robos y atropellos de que uno es víctima. No funcionan ministerios, ni registros públicos, ni correos, ni teléfonos, ni hay leyes o reglamentos que regulen lo que un ciudadano puede o no puede permitirse. Todo está librado a la intuición, a la audacia, a la prudencia y al olfato de cada cual. El resultado es una desatinada libertad que hace sentirse a la gente desamparada y aterrada.
La única autoridad está representada por esos tanques, tanquetas, camionetas y todoterrenos artillados, y por las patrullas de a pie de los soldados norteamericanos que cruzan y descruzan las calles por doquier, armados de fusiles y metralletas, estremeciendo las viviendas con la potencia de sus vehículos de guerra y a quienes, si uno los mira de cerca, los descubre también tan desamparados y aterrados como los bagdadíes. Desde que llegué aquí los atentados contra ellos han ido creciendo de manera sistemática y han abatido ya a una treintena y herido a cerca de 300. No es extraño que anden recelosos, con el alma encogida y el dedo en el gatillo, patrullando estas calles llenas de gentes con las que no pueden comunicarse, en este calor de mil demonios que a ellos, con sus cascos, chalecos antibalas y parafernalia guerrera, debe resultarles todavía peor que a las gentes del común. Las cuatro veces que intenté un diálogo con ellos -muchos son adolescentes imberbes-, sólo obtuve respuestas escuetas. Todos sudaban a chorros y movían los ojos en torno sin cesar, como saltamontes desconfiados. Pero Morgana, mi hija, tuvo una conversación más personal con un soldado de origen mexicano, que, desde lo alto de un tanque, de pronto, le abrió su corazón: "¡No puedo más! ¡Llevo tres meses aquí y ya no lo aguanto! ¡Cada día me pregunto qué demonios hago aquí! Esta mañana mataron a dos compañeros. No veo la hora de volver donde mi mujer y mi hijo, maldita sea".
Corren sobre los norteamericanos que patrullan Bagdad infinidad de historias, la mayoría de las cuales son sin duda exageraciones y leyendas. Por ejemplo, que, en su desesperación por los crecientes atentados, irrumpen en las casas y cometen tropelías con el pretexto de buscar armas. Intenté confirmar algunos de estos cargos, y siempre resultaron infundados. La verdad es que nadie sabe a qué atenerse, ni sobre esto ni sobre nada. Por primera vez en su historia, hay la más absoluta libertad de prensa en Irak -cualquiera puede sacar un diario o revista sin pedir permiso a nadie- y se publican más de cincuenta periódicos sólo en Bagdad (donde desde abril han surgido unos setenta partidos políticos, algunos de una sola persona), pero las informaciones que imprimen son tan contradictorias y fantaseosas que todo el mundo se queja de vivir en total incertidumbre sobre la verdadera situación.
Fui a la casa del señor Kahtaw K. Al-Ani, en el barrio de Sadea, porque me dijeron que en una vivienda contigua a la suya había habido, la noche anterior, un incidente muy violento, con varios muertos. En realidad, ocurrió cinco casas más allá. La patrulla entró rompiendo la puerta de una patada. "This is no good, sir!". Y hubo un muerto iraquí. ¿Pero, encontraron allí armas? ¿Recibieron a los soldados con disparos? No lo sabe y tampoco quiere saberlo. El señor Al-Ani vivió tres años en Reading y guarda buenos recuerdos de Inglaterra. Era un técnico en el Ministerio de Agricultura y ahora, como a todos los funcionarios del régimen derrocado, la CPA lo ha despedido. ¿No es una gran injusticia? Él y sus compañeros de oficina odiaban a Sadam Husein y al Partido Baaz, al que tenían que afiliarse a la fuerza, y se sintieron felices de que los norteamericanos los liberaran de la dictadura. ¿Pero qué liberación es ésta que ha mandado al paro, sin razón alguna, y dejado en la miseria, a decenas de miles de familias que se sentían víctimas del régimen? "¡This is no good, sir!". Es un hombre mayor y solemne, con los cabellos cortados casi al rape, que suda a chorros. Sus hijos le secan el sudor con servilletas de papel y a cada momento me pide disculpas porque, debido a la falta de luz, no funciona el ventilador. Antes odiaba a Sadam Husein y al Baaz, pero ahora odia a los norteamericanos. Al despedirme me muestra su automóvil: no lo saca a la calle para que no se lo roben y no se atreve a salir de su casa para que no la asalten y la quemen. "¡This is no good, sir!".
La obsesión anti-israelí, largamente arraigada en el pueblo iraquí a consecuencia de su solidaridad con los palestinos, de la propaganda contra Israel machacada sin descanso en todos los años de la dictadura, y también, sin duda, del recuerdo del bombardeo israelí que en 1981 destruyó la central nuclear Osirak, que se hallaba en construcción con ayuda técnica francesa, genera desde la liberación toda clase de rumores sobre una invasión del capital judío en Irak, algunos delirantes. Al pasar frente al Hotel Ekal, en la avenida Waziq, de Bagdad, dos amigos iraquíes me aseguran, señalando el grisáceo y viejo edificio, que parece cerrado: "Lo han comprado los judíos de Israel. Se están comprando toda la ciudad, a precio de saldo". En los días siguientes oiré, de varias bocas, que Israel ha obtenido de la CPA el monopolio del futuro turismo en Irak, disparate sin pies ni cabeza, pero que mis informantes creen a pie juntillas. La mañana en que, luego de recorrer la feria de libros viejos de la calle Al-Mutanavi, estoy tomando un café en "El adalid de los mercaderes " se produce un revuelo en el local al ver los parroquianos aparecer, en la calle vecina, rodeado de guardespaldas espectaculares -chalecos negros, anteojos oscuros de coqueto diseño, fusiles-metralletas longilíneos- un elegante caballero de florida corbata y pañuelo multicolor en el bolsillo de la chaqueta (adiminículos que nadie usa en el calor de Bagdad). Todos los parroquianos del café se estremecen con un indignado murmullo: "Es el enviado de Israel". En verdad, el aparatoso personaje es el embajador de Italia. Pero las fantasías generan realidades, como saben muy bien los novelistas: unos días después de este episodio, los imanes suníes de Mosul lanzan una fatwa amenazando con la muerte a los iraquíes que vendan sus casas o terrenos a judíos.
Tres guerras, doce años de embargo internacional y treinta y pico de años de satrapía baazista han convertido a Bagdad, que en los años cincuenta tenía fama de ser muy atractiva, en la ciudad más fea del mundo. Los centros estratégicos del poder de Sadam Husein, los ministerios y entes estatales, muchas residencias del tirano y sus cómplices, lucen sus fauces abiertas y sus vientres vaciados por el impacto de las precisas bombas estadounidenses. Y por doquier aparecen las viviendas, locales, edificios e instalaciones saqueados y quemados en el gran aquelarre delictivo que se apoderó de la ciudad los días que siguieron a la entrada de las tropas norteamericanas y que todavía no se ha extinguido. Los Alí Babás desvalijaron y dejaron en la calle, sin bienes y sin techo, a media ciudad. ¿Quiénes eran estos saqueadores? Sadam Husein, para celebrar su reelección como presidente por el 100% de los votos, el 15 de octubre del 2002 abrió las cárceles del país y soltó a todos los delincuentes comunes (a la vez que, a la mayoría de los presos políticos, los mandaba matar). ¿A cuántos soltó? Me dan cifras dislocadas, que van de treinta mil a cien mil. Esto no explica todos, pero sí buena parte de los desmanes, me asegura el arzobispo Fernando Filoni, nuncio de Su Santidad. (Especialista en catástrofes, inició su carrera diplomática en Sri Lanka, cuando los tamiles comenzaban las decapitaciones y degüellos, y estuvo representando al Vaticano en Teherán bajo los bombardeos de la guerra con Irak, "que no nos dejaban dormir"). "La falta de práctica de la libertad produce, al principio, catástrofes. Por eso, el Papa, que sabe mucho, se opuso a esta guerra. Por querer ir demasiado de prisa, Estados Unidos se encontró de pronto con algo que no previó: el vandalismo generalizado".
También es cierto que el odio acumulado contra la camarilla gobernante incitó a muchas víctimas a destrozar las viviendas de gentes del poder y todos los locales relacionados con el régimen. Pero ¿por qué las fábricas? Un experimentado industrial, Nagi Al-Jaf, con negocios en la capital iraquí y en la ciudad kurda de Suleymaniya, me cuenta que la enorme fábrica de la cerveza Farida, de Bagdad, de régimen mixto, en la que él tenía acciones, fue arrasada sin misericordia por los Alí Babás. "Entiendo que se robaran las cosas que podían consumir o vender. Pero no que destrozaran todas las máquinas y luego, como si eso no bastara, las quemaran". ¿Cuántas industrias en Bagdad fueron víctimas de estragos parecidos? Es categórico: "Todas". Le pido que no exagere, que sea objetivo. Mira largamente las estrellas del cielo de Suleymaniya y repite: "Todas. No ha quedado una sola planta industrial en Bagdad que no haya sido aniquilada de raíz". ¿Cuál es la explicación, pues? Tal vez que un pueblo no puede vivir castrado y sumido en la abyección del terror y el servilismo, como han vivido los iraquíes las tres décadas de la dictadura del Baaz (partido arabista, nacionalista, fascista y estalinista a la vez, que fundó en 1942, en Damasco, un cristiano sirio, Miguel Aflak) y los veinticuatro años de presidencia de Sadam Husein, sin reaccionar, al sentirse de pronto total y absolutamente libre, como se sintieron los iraquíes el 9 de abril, con esa explosión de anarquía, libertinaje y salvajismo que ha destruido Bagdad y dejado una herida sangrante en el alma de todos bagdadíes.
Como no funciona ningún servicio público y no hay policías de tránsito en las esquinas, la circulación por Bagdad es un pandemonio. (La gasolina es regalada: llenar el tanque de un coche cuesta apenas medio dólar). Cada conductor va por donde le da la gana, con lo que los accidentes de tránsito son abundantes, y los atascos, enloquecedores. Pero, al menos en este ámbito, sí advertí indicios de esas famosas "instituciones espontáneas" que Hayek valora como las más duraderas y representativas, las que surgen naturalmente de la sociedad civil y no vienen impuestas desde el poder. Cuando el atasco llega al paroxismo, surgen siempre voluntarios que, armados de un silbato y de un bastón, se erigen en directores de tránsito. Y los choferes atascados acatan sus instrucciones, aliviados de que por fin alguien les dé órdenes. Ocurre también en los barrios, donde los vecinos, abrumados por la inseguridad reinante, se organizan en grupos de vigilancia para defenderse de los atracadores, o para acarrear las basuras acumuladas en la calle hasta la esquina y quemarlas. Por eso, el transeúnte discurre por Bagdad no sólo entre escombros, ruinas, construcciones chamuscadas, altos de inmundicias y alimañas, sino entre las humaredas pestilentes con que los bagdadíes tratan de defenderse contra las basuras que amenazan sumergirlos.
Pero, acaso, lo peor de todo para los sufridos pobladores de la capital iraquí sea la falta de luz eléctrica y de agua potable. Los apagones son constantes y en ciertos barrios duran días enteros. Los vecinos quedan sin defensa contra las temperaturas tórridas, que no bajan nunca de 40 grados a la sombra y superan a veces los 50. Estar sometido a ese clima abrasador, en la total oscuridad y sin agua corriente, es un suplicio. En la vivienda de los amigos españoles de la Fundación Iberoamerica-Europa, que ha llevado 500 toneladas de alimentos, medicinas y una planta potabilizadora a Irak, donde me cobijaron mi primera semana en Bagdad, viví en carne propia las penalidades que desde hace tres meses padecen los iraquíes. La luz venía a ratos, pero a veces el apagón duraba tantas horas que era imposible cocinar, bañarse, ventilarse, y, para no abrasarse en los hornos que eran los dormitorios, mis anfitriones sacaban sus colchones al jardín, prefiriendo las cucarachas a la asfixia. La desmoralización que todo ello produce es uno los obstáculos que tendrán que vencer los iraquíes para que su país, que sale de una de las más corrompidas y brutales experiencias de autoritarismo que haya conocido la humanidad, deje atrás esa larga noche de despotismos y violencias que es su historia, y se convierta en una nación moderna, próspera y democrática.
¿Es esto un ideal posible y realista o una quimera, tratándose de una sociedad que carece de la más mínima experiencia de libertad y que, además, está fracturada por múltiples antagonismos y rivalidades internas? ¿Es sensato imaginar a árabes, kurdos y turcomanos, a musulmanes chiíes y suníes y a las corrientes internas que los separan, a cristianos caldeos, asirios, latinos y armenios, a clanes tribales, campesinos primitivos y vastas comunidades urbanas, coexistir en un sistema abierto y plural, tolerante y flexible, de Estado laico y de sólidos consensos, que permita a los 25 millones de habitantes de la Mesopotamia donde nació la escritura y es referencia fundamental para las grandes religiones y culturas modernas, cuna de la primera gran recopilación de leyes de la historia -el código de Hammurabi-, acceder por fin a una vida digna y libre, o una fantasía tan delirante como la de los míticos antecesores de estas gentes, que quisieron erigir una torre que llegara al cielo y terminaron frustrados y extraviados en la espantosa confusión de Babel?
He venido a Irak a tratar de averiguar si estas preguntas tienen una respuesta convincente. Doce días es muy poco tiempo, desde luego, pero es mejor que nada.
Mario Vargas Llosa
EL PAÍS, 3 de agosto de 2003