Los chicos son forzados a la prostitución, el transporte de droga o el robo. El tráfico ilegal afecta cada año a 1.200.000 menores en un negocio que mueve 8.500 millones de euros.
«No se puede imaginar nada peor que ser llevado a un país extranjero y arrebatado de tu familia para que abusen de tí, te vendan, te peguen o te utilicen como un objetivo sexual». David Bull, director ejecutivo de la agencia de la ONU para la infancia, Unicef, en el Reino Unido, describió así en la presentación del informe
Fin a la explotación de niños el infierno que viven 1.200.000 menores que cada año son captados por las redes de tráfico.
No hace falta, sin embargo, recurrir a la imaginación. La realidad demuestra que sólo en Europa, el principal mercado mundial receptor de los chicos, son introducidas ilegalmente cada año 500.000 mujeres y muchachas, procedentes en su mayoría de los países del Este, mientras que 200.000 niños son exportados al viejo continente desde África Occidental.
El destino de los menores es la prostitución en la mayoría de los casos, la adopción ilegal, el transporte de droga, la mendicidad o el trabajo en labores domésticas con horarios infrahumanos. El negocio para las bandas de delincuentes que lo promueven es muy rentable: 8.500 millones de euros de beneficios al año.
Crisis global
Europa es el gran mercado de la nueva esclavitud, pero no el único. Según el informe de Unicef, en los últimos tres años se ha producido un aumento del 20% en el número de menores que se prostituyen en Tailandia, un 15% de las chicas de Vietnan que son forzadas a ofrecer sus sus servicios sexuales tienen menos de 15 años y 250.000 mujeres y niños son víctimas del tráfico en China. En países como Pakistán o los Emiratos Árabes, miles de pequeños son utilizados como jinetes en carreras de caballos. Todo ello, según David Ball, constituye una «crisis global» que afecta a países de todo el mundo.
El informe de la ONU se ha dado a conocer justamente un día después de que la policía británica detuviese en Londres a 21 personas acusadas de traficar con menores y adultos.
El engaño de un futuro mejor
La mayor parte de los niños son reclutados con engaños en familias muy pobres, a las que les prometen que sus vástagos tendrán un futuro mejor en otro país como empleados del hogar o camareros. Las guerrillas en países en conflicto también fuerzan a los menores a trabajar como soldados o esclavos sexuales.
En qué trabajan
En la prostitución, como correos de drogas, mendigos, carteristas o en labores del hogar con horarios de 10 a 20 horas siete días a la semana.
La compra
Los traficantes compran a sus víctimas en mercados como el de Timisoara (Rumanía) por entre 30 y 120 euros. Luego los venden por diez veces más.
«Empecé con tres clientes» Deeba, prostituta a los doce años
Deeba tiene veinte años y vive feliz con sus dos hijos y su marido en Calculta (La India). Pero su mirada mortecina la delata. Sus ojos, sin brillo, aún reflejan el infierno que fue su vida desde que nació en una paupérrima aldea de Bangladesh, sin padre, con seis hermanos y una madre que no les ofrecía más esperanza que la miseria. Su única alternativa era emigrar. Y lo hizo a los diez años, convencida por un comerciante que le había prometido un futuro digno en Calcuta trabajando como sirvienta. Su sueño, sin embargo, empezó a resquebrajarse nada más llegar al barrio chino de Khirdirpur.
Éste era el destino que le había reservado su suerte. Allí fue recibida por una madama que con una sola frase la convirtió en mujer: «Me dijo que tenía que entrener a la gente, quitarme la ropa y dejarles hacer lo que quisieran. Protesté y me dieron una paliza». Su suerte estaba echada, aunque una vecina consiguió aplazarla dos años, ya que advirtió a la dueña del burdel que una niña tan joven podía despertar las sospechas de la policía. A los doce años, entonces, empezó a prostituirse. «Me resultó muy difícil, porque era sexual y psíquicamente inmadura, por lo que empecé a trabajar con tres clientes cada día que me pagaban entre tres y diez euros, aunque yo nunca veía el dinero». Muchos clientes no usaban preservativos y Deeba se quedó embarazada muy pronto, aunque su hijo sólo sobrevivió siete días.
«Me obligaron a tener sexo hasta los nueve meses de embarazo y también cuando tenía la regla y los genitales se me hinchaban», confiesa. Más tarde intentó huir, pero la capturaron: «Cuando me cogieron no quería vivir, e incluso pensé en suicidarme», asegura. Pero aguantó. Y lo hizo hasta que un cliente conoció su historia, se enamoró de ella y se casaron. «Ahora soy muy feliz», dice, tras pagar un duro peaje. Le robaron la infancia.
Manuel Allende, Londres
LA VOZ DE GALICIA, 31 de julio de 2003