En Hogwarts no hay clase de religión. Aunque a Hogwarts se llegue por medio de un 'salto de fe' contra la dura pared en un andén de una estación de Londres. Quienes creen de verdad, sin dudar ni poder dubitar, atraviesan el muro de ladrillo y llegan a la plataforma 9 -desde donde sale el fantástico tren que ha de llevar a los niños, cargados con sus búhos, escobas y demás bártulos, a la prestigiosa escuela de magia.
En Hogwarts se estudian materias tan alucinantes como el cultivo de las mandrágoras (¡ojo con arrancarlas sin taparse los oídos!), la técnica de los conjuros y las tácticas de defensa contra las artes oscuras. No obstante, la religión brilla por su ausencia. Extrañamente, tampoco hay en ese colegio privado, tan británico por otra parte, ninguna capilla o lugar de culto. Es cierto que el alumnado de Hogwarts ofrece una imagen variopinta en cuanto a su procedencia étnica -corrección política se impone en esta Europa multicultural de hoy-, pero uniformados todos con sus largas togas académicas y sus simpáticos birretes anglosajones, chicos y chicas son iguales, y ningún signo externo, ya sea gesto, objeto o palabra, delata su pertenencia a una tradición religiosa determinada. Ni crucifijos, ni velo musulmán, ni dieta kosher.
En Hogwarts no se reza, pero los pequeños aprendices de brujo recitan solemnemente y con los ojos cerrados arcanas palabras como 'wingardium leviosa', que les permite levitar, o 'tarantallegra', que hace bailar a quien la escucha. La única religión en la escuela parece ser la magia. Conscientes de sus nuevos poderes, esos chavales nos llaman despectivamente 'muggles' (siendo 'mug' en inglés sinómimo de 'bobo') a quienes no pertenecemos a su privilegiada estirpe de magos. Desde luego, la inmensa mayoría de los chicos 'bobos' no podrían, ni soñando, tener acceso a tan elitista institución, ni jugar al 'quidditch', surcando veloces el cielo sobre el estadio, montando un sofisticado aparato (sometido también, como el calzado deportivo, a las veleidades de las modas y las marcas).
Pero los sótanos de Hogwarts ocultan monstruos y peligros. La escuela alberga asimismo profesores malévolos, alumnos chulos, abusos, crueldad, traiciones. Allí se llora; se muere, incluso. Por la escuela merodean fantasmas. En Hogwarts existe el mal y Harry Potter lo sabe. Una vez se miró en el espejo de Erised y vio reflejado en él lo que más deseaba en este mundo: una familia de verdad. En esto, el pequeño Harry se parece a muchos chicos 'muggles'. Se pregunta interiormente dónde están sus padres muertos, qué existe más allá de nuestros deseos, allí donde falla nuestra magia maravillosa y la tozuda realidad se resiste a los conjuros. No sabe cómo afrontar el dolor inevitable de la pérdida ni cómo asumir humanamente el sufrimiento que ni siquiera un mago puede esquivar con el manto de la invisibilidad.
Harry Potter es apenas un muchacho, pero ya sabe que esta vida no es un partido de 'quidditch'; en ella se juegan otras cosas más importantes que el triunfo, otros asuntos por los que Harry y sus fieles amigos, el entrañable Ron y la racional Hermione, tendrán que orientarse por su cuenta y riesgo. Solos. Porque en Hogwarts no hay una clase de religión o algo parecido que aborde directamente esas dimensiones de la persona de donde surgen la inquietud moral, la búsqueda de sentido y el criterio personal de acción. No hay ninguna asignatura que trate de la transcendencia, aquéllo a lo que han intentado responder, y responden hoy, las grandes tradiciones religiosas de la Humanidad.
Eso sí, en la escuela de Hogwarts, Harry aprenderá qué es un 'sneakoscopio' y para qué sirve un 'remembrall' o las increíbles utilidades de los 'portkeys', objetos cotidianos que teletransportan instantáneamente a los magos que los tocan. En el fondo, lo técnico predomina sobre lo humanístico en la escuela (en Hogwarts como aquí). Uno no quisiera ser injusto con el director del centro, Aldus Dumbledore, que parece una bellísima persona y trata con exquisita cordialidad a los alumnos. De él escuchó Harry Potter esta preciosa perla de sabiduría que podría atribuirse perfectamente a San Ignacio de Loyola: «No son nuestras habilidades las que muestran lo que somos, sino nuestras elecciones». El venerable Dumblendore, sin embargo, da la impresión de influir poco en la marcha de la escuela; es como si los mismos acontecimientos le desbordasen y tuviera que plegarse a ellos, en vez de tomar la iniciativa. Al final, en Hogwarts, a pesar de todas la máximas y citas citables, no se enseña positivamente a elegir bien, sino a adquirir curiosas habilidades para manipular la realidad. Con todo, alabo a Harry Potter, pues es capaz de aprender por libre admirables lecciones de vida: por ejemplo, que la magia se oculta en lo ordinario; que la amistad es el mayor tesoro; y que obrar honestamente siempre resulta lo más difícil, pero es lo mejor.
El lanzamiento internacional de la última entrega literaria de J. K. Rowling, 'Harry Potter y la Orden del Fénix', ha coincidido (premeditadamente por parte de los editores) con el solsticio de verano, la noche más corta del año, la de San Juan. Los medios de Bilbao y Vitoria no mencionaron nada del santo que conmemora ese día la tradición cristiana: Juan Bautista, el profeta precursor de Jesús, mártir por la justicia, un hombre de gran coraje que fue decapitado porque resultaba incómodo al poder, con su sencillez de vida, su denuncia de la corrupción y su insistente llamada, desde la sinceridad de una profunda experiencia de Dios, a la conversión de las costumbres. No obstante se nos informó cumplidamente del gran akelarre organizado en Artxanda (por tercer año consecutivo, o sea, toda una tradición) por la Fundación Bilbao 700-III Millenium Fundazioa. Allí, como en el mágico -y pagano- mundo de Harry Potter, hubo, además de la típica fogata, brujas y pitonisas, y mercado esotérico donde se podían adquirir remedios para curar el mal de ojo, entre otras cosas. Curiosamente, en torno a las mismas fechas, se ha presentado el proyecto de Constitución de la Unión Europea, cuyo preámbulo, trufado de referencias filosóficas e históricas, omite la menor referencia a la herencia cultural del cristianismo. Por lo visto, la religión no es relevante para comprender la realidad de Europa. Y algo parecido deben de pensar ciertos políticos de la izquierda en nuestro país, cuando andan exigiendo estos días la retirada del decreto sobre la educación religiosa en la Ley de Calidad de la Enseñanza elaborada por el Gobierno, que es quien tiene competencias al respecto.
Confieso que soy un admirador de Harry Potter, y que disfruto con sus aventuras. Creo que no le haría ascos a una asignatura de religión bien presentada; probablemente le ayudaría a prepararse mejor para las cosas que importan. Él sabría aprovecharla bien. Porque mi pequeño héroe muestra más deseos de aprender, aunque sea a la vez más vulnerable y esté menos seguro de sí mismo que los susodichos políticos. A juzgar por sus elecciones -como diría el viejo maestro Dumblendore-, no cabe duda de que éstos se comportan como auténticos 'muggles' en lo que se refiere a su romo concepto de la educación.
Alberto Núñez, Profesor de Teología de la Universidad de Deusto
EL CORREO, 11 de julio de 2003