Las conductas altruistas activan los circuitos cerebrales que provocan sensaciones de placer.
Desde el nacimiento, nuestro cerebro tiene grabadas las instrucciones para desarrollar tanto comportamientos egoístas como solidarios. Lejos de representar estrategias contrarias, el egoísmo y la solidaridad comparten procesos cerebrales comunes.
Cuando el individuo debe garantizar su propia supervivencia sobre la de los demás, por ejemplo, salvaguardar su propia alimentación o su descendencia, son las conductas egoístas las que pueden hacerse más evidentes. De hecho, hasta hace poco imperaba la idea de que la supervivencia del individuo siempre estaba por encima de la de los demás y así había trabajado la selección natural a lo largo de la evolución. Cualquier comportamiento de solidaridad hacia otros se admitía tan sólo porque en el fondo guardaba ambiciones egoístas: recibir algo a cambio tarde o temprano. Como mucho se aceptaba el altruismo hacia parientes cercanos porque así se preservaban los propios genes.
Pero es innegable que los seres humanos se comportan en muchos momentos de su vida de manera altruista y desinteresada hacia personas no vinculadas por parentesco o incluso del todo desconocidas, sin obtener ningún beneficio personal aparente a corto ni a largo plazo. El motivo de estas conductas es todavía uno de los enigmas más difíciles de explicar por los sociobiólogos y las teorías de la evolución, pero se reconoce su existencia.
La neurociencia aporta datos para aclarar este misterio y ha empezado a investigar qué ocurre en el cerebro de una persona cuando se comporta de manera solidaria. Un equipo de la Universidad de Emory en Atlanta (EE.UU.) ha observado que la conducta social cooperativa activa áreas del denominado cerebro del placer. Es decir, el altruismo pone en funcionamiento los mismos circuitos que detectan aquello que nos lo hace pasar bien, con el fin de asegurar que el comportamiento se repetirá en el futuro. Son circuitos destinados a que los individuos disfruten de las necesidades básicas (como alimentarse, reproducirse, explorar o dormir) y que no se olviden de llevarlas a cabo.
Pero también deben considerarse circuitos al servicio del altruismo genuino, como si la evolución ya hubiera grabado en nuestros genes que es básico ayudar a los demás. Así, tanto si se obtiene o no algún beneficio a cambio, resulta placentero en sí mismo ser solidario. El cerebro altruista, además, incluye el funcionamiento de otras áreas que frenan la tentación de recibir pero no dar nada a cambio, impidiendo la tendencia egoísta a sacar provecho de los demás. De este modo, cuando obtenemos ayuda de alguien, estamos en disposición para devolverla y evitar el aprovechamiento deshonesto.
Estos resultados son muy coherentes con nuestra condición de especie animal social. Somos seres que interaccionan continuamente con otros seres, por lo que es de esperar que la evolución haya favorecido las conductas prosociales.
Xaro Sánchez, Profesora de Psicología Médica y Psiquiatría. Universitat Autònoma (UAB)
LA VANGUARDIA, 17 febrero de 2003