Quien viaje de Bagdad a Jordania podrá hacerlo, si la guerra no ha estallado todavía, por una excelente carretera. Los aviones de la OTAN la arrasaron en 1991 pero el pueblo iraquí la reconstruyó. Como los 128 puentes hundidos, alguno de los cuales mejora sensiblemente a su predecesor. O la torre de comunicaciones de Bagdad. O las 3.150 escuelas que los bárbaros de occidente pulverizamos como efectos colaterales. El pueblo iraquí, con cada ladrillo que reponía, reafirmaba su soberanía frente a los invasores coloniales.
Los estrategas del nuevo orden dieron por hecho que un embargo riguroso quebraría las convicciones de ese pueblo. ¿Cómo va a resistir un país que carece de todo? Naturalmente, se equivocaron, incapaces de entender que el honor siga siendo para mucha gente más valioso que las hamburguesas. Ni la guerra ni el embargo han conseguido rendir a Irak. Por eso ha vuelto la plaga de los marines. Y no saben, arrogantes y brutos, que deberían descalzarse para no profanar la tierra de Mesopotamia.
Los yankis aún no cazaban indios ni bisontes cuando el Eufrates conocía ya la civilización sumeria, y la acadia, y la babilonia, la asiria o la caldea. La Torre de Babel precedió a las Torres Gemelas y, antes que Central Park, florecieron los jardines de Babilonia. Aunque no consumía coca-cola, la Bagdad de los abásidas era una ciudad esplendorosa a orillas del Tigris, capital de la cultura, el arte, las ciencias y el saber de la época. La historia ha madurado la conciencia de un pueblo que también en este siglo ha jugado un papel relevante: vanguardia anticolonial y republicana, líder de la liberación nacional y social árabe, pionero en la nacionalización del petróleo y empeñado ahora en mantener su independencia frente al nuevo orden mundial.
Esta es el arma secreta que no han conseguido detectar los inspectores y a la que se está enfrentando el imperialismo: la fortaleza moral de un pueblo. Severamente castigado pero no rendido; vergonzosamente acosado pero no abatido. En el rigor de un embargo y en la víspera de otra guerra, sigue desarrollando su paciencia activa, su sabiduría creativa, su dignidad colectiva.
«Quieren que desaparezcamos, pero no lo conseguirán», dicen que dijo con rabia un muchacho de Bagdad.
El mundo no puede descargar en las debilitadas espaldas de este pueblo todo el peso de la confrontación. La amenaza del nuevo orden es global y el inevitable desafío nos incumbe a todos.
«Los pueblos tienen que despertar», decía Tarek Aziz a una gente solidaria.
Jesús Valencia, Educador social
GARA, 10 de febrero de 2003