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La igualdad soberana de todas las naciones.

No tengo duda de que el clamor creciente contra la guerra sale del corazón de los pueblos, que son quienes sufren sus duras consecuencias. Ese clamor enlaza espontáneo con los propósitos y principios de la Carta de las Naciones Unidas, firmada el 24 de junio de 1945 en San Francisco. Voy a explicar enseguida por qué he leído por primera vez esa Carta, pero puedo asegurar que cuanto en ella se dice brota de la amarga experiencia de la guerra recién terminada y se expresa como contundente determinación y esperanza de no reincidir nunca más en semejante locura. ¿Habremos de pasar por los sufrimientos de esta nueva guerra, -¡cruel, inhumana e inmoral como ninguna otra!- para volver a formular propósitos y principios que luego, gradualmente, vamos desactivando en la práctica de nuestra convivencia diaria? Desde que comenzó a agitarse el fantasma de la guerra contra Irak, he venido oyendo dos voces: la de quienes afirmaban su decisión de atacar, sin importarles las razones, y la de quienes rechazaban ese ataque si no iba avalada por la aprobación de las Naciones Unidas. Pero, unos y otros, daban como supuesto que Irak, en el supuesto de tener armas destructivas masivas, debía desarmarse. Y, como no había seguridad de que lo hiciera por la buenas, se le obligó a aceptar, como condición para evitar la guerra, la inspección impuesta por el Consejo de Seguridad. Nadie pedía que Francia, Pakistán, EE.UU., India, Israel, Inglaterra, Rusia, etc. debían desarmarse y que, de no hacerlo, estarían obligados a aceptar la inspección de las Naciones Unidas. A mí, esto me chocaba mucho, porque mostraba una evidente desigualdad. Me rondaba la cabeza de que algo muy grave se había colado, inexplicablemente, en este punto de partida. Y esto me llevaba a no admitir que esto quisiera justificarse con razones. Yo ya tenía claro que la única razón era la de dominar y conseguir con la fuerza, lo que no se podía legitimar y conseguir con el Derecho. Obviamente, no se necesitaba ser un lince para descubrir todo el montaje ideológico y mediático orientado a ocultar la cara obscena de los intereses de los belicistas. Sin embargo, me resultaba aún más preocupante que no se cuestionara el planteamiento mismo del problema: ¿por qué Irak sí y las demás naciones no? Y aún hoy, con la cortina de humo cada vez más espesa, estamos en lo mismo: si no se desarma, es un peligro - ¿cuál?- y el peligro debe conjurarse con la acción de la guerra. Pero, resulta que lo cierto de verdad es que otras naciones tienen armas destructivas masivas, que sí están siendo una amenaza y un hecho real de agresión, que explotan y dominan y esta dominación la implantan con el uso de las armas. A estas naciones, nadie les exige desarmarse y nadie les impone inspectores. ¿Vds. se imaginan, es un ejemplo, a EE.UU. admitiendo de buena ley que otras naciones : Nicaragua, Chile, Panamá, El Salvador, Venezuela, Francia, Filipinas, El Congo, China, ... le demandasen desarmarse, destruir su arsenal atómico y, en caso contrario, amenazarle con mandarle inspectores, imponerle una investigación en toda regla por toda su geografía y constreñirle a ello con la guerra? ¡Qué bufa para los señores más belicistas de toda la tierra! ¡Hasta ahí podríamos llegar!, a que la política de unas naciones, que no han hecho sino medrar esquilmando y dominando (colonizando) a otros pueblos, se sometieran a un Derecho Internacional válido para todos. La desigualdad es la piedra angular de toda la historia colonizadora y la clave que sustenta la ventaja y superioridad de unas naciones sobre otras. Como botón de muestra no tengo sino rememorar estas frases: “Poseemos cerca de la mitad de la riqueza mundial. Nuestra tarea principal consiste en el próximo período en diseñar sistemas de relaciones que nos permitan mantener esta posición de disparidad sin ningún detrimento para nuestro intereses” (Goerge Kennan, jefe del grupo del Departamento de Estado en 1945). “El destino nos ha trazado nuestra política; el comercio mundial debe ser y será nuestro. Lo adquiriremos como nuestra madre (Gran Bretaña) nos enseñó” (Alberto J. Beberidge, exponente de la ideología del “Destino Manifiesto”). Con estos datos en mi cabeza, pensé que sería bueno saber si existía algo que daba razón y fundamento a las Naciones Unidas. No hice más que pedir un poco de información, tiré enseguida de internet y dispuse de una Carta de las Naciones Unidas (19 páginas). Me la leí, sobre todo en lo referente a los dos artículos primeros de su primer Capítulo: propósitos y principios de las Naciones Unidas. Me bastan, para mi empeño, estos párrafos: “Los propósitos de las Naciones Unidas son: 1. Mantener la paz y seguridad internacionales, y con tal fín: tomar medidas colectivas para prevenir y eliminar amenazas a la paz y para suprimir actos de agresión u otros quebrantamientos de la paz; y lograr por medios pacíficos , y de conformidad con los principios de la justicia y del derecho internacional, el ajuste o arreglo de controversias o situaciones internacionales susceptibles de conducir a quebrantamiento de la paz. 2. Fomentar entre las naciones relaciones de amistad basadas en el respeto al principio de igualdad de derechos y de la libre determinación de los pueblos, y tomar medidas adecuadas para fortalecer la paz universal” (Capítulo, 1, artículo 1). “Para la realización de estos propósitos la Organización y sus Miembros procederán de acuerdo con los siguientes principios: 1. La Organización está basada en el principio de la igualdad soberana de todos su Miembros” (Capítulo, 1, artículo 2). Nadie podrá negar que en el momento presente una Nación , Estados Unidos, pretende agredir a Irak, no respeta la justicia y el derecho internacional y no le importa absolutamente nada fomentar entre las naciones relaciones de amistad basadas en el respeto al principio de derechos y de la libre determinación de los pueblos. Pero, no hay aspecto más importante e iluminador que el del artículo primero que establece que la “Organización está basada en el principio de la igualdad soberana de todos sus Miembros”. La observación de la praxis histórica de la política nos lleva a concluir que, en realidad de verdad, esa igualdad soberana es humo de pajas. Y no es por tanto descabellada la preocupación de quienes preguntamos: ¿Por qué Estados Unidos puede tener armas de destrucción masiva y no otras naciones? ¿Por qué él puede exigir el desarme e imponer inspectores y los demás no pueden ni siquiera proponer a él semejante cosa? Que vengan los juristas y nos digan lo que significa, en teoría y de hecho, esa igualdad soberana de todas las naciones, si no es hora de remover la anestesia en que nos han metido o nos hemos dejado meter, y comenzar a airear con la fuerza que nos da la razón, el sentido común y el buen sentir de todos los pueblos por qué unas naciones, de igualdad soberana, no pueden decidir ellas mismas quiénes han de componer el Consejo de Seguridad, y aceptar que se les imponga de una manera selectiva y excluyente: “El Consejo de Seguridad se compondrá de quince miembros de las Naciones Unidas. La República de China, Francia, la Unión de las Repúblicas Socialistas Soviéticas, el Reino Unido e la Gran Bretaña e Irlanda y los Estados Unidos de América, serán miembros permanentes del Consejo de Seguridad” (Capítulo V, artículo 23). De nuevo, unas preguntas: ¿En qué queda en este punto la igualdad soberana? ¿Qué presupuestos y motivaciones hacen que se determine digital y rígidamente esa composición del Consejo de Seguridad? ¿Qué garantías de cumplimiento de los propósitos y principios de la Carta ofrece un Consejo de Seguridad monopolizado por los intereses de las grandes Naciones? Se lo mire por donde se lo mire, los malabarismos diabólicos para hacer efectiva esta guerra, parten de unas cabezas que muestran a qué grado de soberbia, inhumanidad y ambición de poder han llegado. Conocía muy bien la política de su país el estadounidense Noam Chomsky cuando escribía: “Cuando en nuestras posesiones se cuestiona la quinta libertad (la libertad de saquear y explotar) los Estados Unidos suelen recurrir a la subversión, al terror o a la agresión directa para restaurarla”. Hablar, pues, actuar, presionar, movilizar todo lo posible contra esta guerra es deber moral nuestro. Una agresión de ese tipo, representaría la muerte de valores éticos y jurídicos, básicos e imprescindibles para una convivencia internacional justa, libre y pacífica. Benjamín Forcano, teólogo Madrid, 6 de febrero de 2003
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