Siempre he sabido que en la Diputación de Vizcaya, debido a sus notables competencias recaudatorias, el dinero corre a espuertas, pero no imaginaba que su situación presupuestaria fuera tan increíblemente boyante. La Diputación vizcaína y el Athletic han firmado un acuerdo por el que el club de fútbol recibirá de las arcas públicas 6 millones de euros (mil millones de pesetas), a cambio de algunas contraprestaciones. La única de verdadera utilidad es la entrega al Departamento de Bienestar Social de 5.000 entradas, supongo que para que también vayan al fútbol los desheredados. Es el paquete de entradas más caro de la historia.
Lo cierto es que la fiebre de la subvención ha llegado hasta la institución menos subvencionable: el Athletic. Uno tiene visión bastante clara de los fondos públicos. Están ahí para atender a necesidades de interés general (carreteras, escuelas, hospitales). También es razonable que una parte se dedique a fomentar actividades minoritarias que, por su escasa rentabilidad, no asume la iniciativa privada: apoyar la creación artística, sostener asociaciones culturales o sociales, alentar la práctica de deportes minoritarios. La lista sería interminable. Lo que ocurre es que, dentro del abanico de actividades dignas de subvención, el último lugar correspondería a un club de fútbol profesional. Y que el Athletic reciba 1.000 millones de pesetas de los contribuyentes sólo puede significar una de estas cosas: que la Diputación foral de Vizcaya tiene tanto dinero que literalmente no sabe qué hacer con él o que la idea de lo público, por parte de sus responsables, es cuando menos paradójica.
Habría una buena razón, desde lo institucional, para apoyar al Athletic con dinero de todos: que proporcionara a Bilbao y al territorio un auténtico valor añadido, que publicitara su nombre por el mundo, que atrajera visitantes a la ciudad o acrecentara su prestigio, aportando así ese plus promocional que hoy día resulta imprescindible, en un mundo globalizado, para el éxito de cualquier proyecto colectivo. El Athletic es una entidad privada, pero ciertamente guarda en su seno elementos emblemáticos que lo identifican con Bilbao y con Bizkaia.
Por desgracia, el Athletic lleva décadas sin cumplir de un modo mínimamente digno esa función. No compite por los títulos de categoría estatal. No garantiza una presencia mediática de Bilbao mediante su participación en competiciones europeas. Cuando consigue entrar en ellas, de forma milagrosa y cada vez más espaciada, es eliminado antes de que nadie retenga el nombre de Bilbao. La proyección de Bilbao y de Bizkaia no pasa por el Athletic. Pasa por el Guggenheim, el teatro Arriaga, el superpuerto, las grandes empresas de ingeniería, Joaquín Achúcarro, Agustín Ibarrola, la ría de Gernika, los chipirones en su tinta... Creo que hasta el concurso de paellas de Getxo proporciona más valor añadido al territorio que las inexistentes gestas del Athletic.
Hace algunos años, en una cena multitudinaria (y soy impreciso en los datos para no implicar a personas que no me han autorizado para ello) compartí mesa y mantel con dos funcionarios de la Diputación foral de Vizcaya y con uno de los pintores más reconocidos de Bilbao. Los funcionarios ponderaron la buena pasta del artista recordando cómo había prestado su colaboración a una iniciativa pública pintando el cartel anunciador de forma gratuita. Sin la ayuda de esa gran persona y de otras como ella, dijeron los funcionarios, habría sido imposible llevar adelante el proyecto. Inmediatamente pensé que esa buena voluntad también podría haber pasado por una reducción en la nómina de ambos funcionarios, siguiendo la ejemplar conducta del pintor. Pero no formulé la pregunta, porque evidentemente era retórica. Lo cierto es que el pintor se sonrojó ante aquellos encendidos elogios, mientras que a mí todo aquello me pareció sencillamente humillante.
Tradicionalmente se considera que las artes plásticas, la literatura, la música, todas las actividades artísticas viven de los fondos públicos y los succionan sin cesar. Existe la impresión de que los artistas buscan como animales hambrientos ayudas, bolsas, becas y subvenciones. Ello se afirma con la sensación general de que sí, que bueno, que esos chicos extravagantes que escriben poesía hermética o forman un conjunto de música de cámara bien merecen algún sostenimiento, para que sigan haciendo sus cositas, aunque a nosotros, el pueblo en general, nos importan más bien poco.
Pero tengo la impresión de que esa idea, tan extendida, es rigurosamente falsa. El grueso del dinero público, las más obscenas ayudas, subvenciones y transferencias se las llevan siempre empresas mastodónticas al borde de la quiebra; salvan de la ruina a acomodados propietarios de compañías improductivas; también miles de trabajadores se prejubilan a los cuarenta y cinco años, alcanzan un subsidio vitalicio y se aburren en los parques; se crean decenas de organismos autónomos, sociedades públicas, fundaciones y entidades que la mayoría de las veces no se sabe muy bien para qué sirven. Ahora, a esa legión de subvencionados de lujo se une el Athletic, como si a éste no le bastaran sus miles de socios y abonados, sus otros miles de espectadores del estadio, sus derechos de imagen y retransmisión televisiva, sus ingresos por publicidad, sus ventas por
merchandising.
Todos los contribuyentes de Bizkaia deberán colaborar económicamente en el sostenimiento de un equipo con sueldos de ensueño, pero que vagabundea por los campos mesetarios, se esconde en la medianía de la tabla y apenas pisa Europa, mientras que los artistas y los escritores vascos ganan campeonatos nacionales, juegan en ligas internacionales y, además, no pasan el plato.
PEDRO UGARTE.
El Diario Vasco, 16 de septiembre de 2002.