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«Desaparecidos» en la tierra de la libertad.

Una juez obliga al Gobierno de Estados Unidos a revelar la identidad de los 147 árabes que continúan «retenidos» desde el 11 de Septiembre. NUEVA YORK. Salim Nayid aparece vestido con un mono verde tras los cristales de la sala de visita de la prisión de Passaic County, Nueva Jersey. Este es su octavo mes entre rejas y no contempla la esperanza de salir pronto. Le detuvieron por trabajar sin papeles y de la noche a la mañana se convirtió en «sospechoso de terrorismo». Su familia le dio por muerto; se convirtió en uno de tantos desaparecidos en la tierra de las libertades. Salim, palestino y católico, figura en la lista de los 147 árabes que hasta ayer retenía con el máximo de los secretos el Gobierno norteamericano. Por orden de la magistrada Galdys Kessler, el Departamento de Justicia no ha tenido más remedio que reconocer a estas alturas que aún hay decenas de retenidos, y que 18 de ellos no tienen siquiera abogado. El Gobierno ha admitido por primera vez que llegaron a haber hasta 1.100 en las cárceles. Amnistía Internacional y el Centro por los Derechos Constitucionales no han cesado de denunciar las «detenciones arbitrarias» desde el 11-S y la violación de los derechos humanos y civiles de estos presos fantasma. Salim Nayid, 40 años, está detenido desde el 8 de octubre de 2001. Las únicas visitas que recibe son las de una miembro de la ONG Drum. Tuvieron que pasar dos meses para que le permitieran llamar a su familia, mujer y tres hijos, que sobrevivían en la franja de Gaza con los dólares que les enviaba: «Como llevaba nueve semanas sin dar señales de vida, pensaban que me había muerto». Estos detalles nos los explica Salim simulando que se lo cuenta a una amiga, y no a una periodista: todas sus conversaciones incluso las que mantiene con sus abogados son grabadas por las autoridades. La indignación con la que habla al explicar su caso se transforma en lágrimas al recordar a su familia: «Es lo que peor llevo aquí dentro. Ni compartir celda con criminales, ni llevar todos estos meses sin ver el sol es tan duro como no saber nada de ellos». Salim está solo en Estados Unidos, no tiene ni parientes ni amigos. No tiene siquiera un país al que ser deportado... Los días pasan y él sigue aferrado a su Biblia, esperando obtener una sentencia favorable: «Yo no he hecho nada malo. Todo lo que pido es volver a abrazar en libertad a mis hijos». Syed Ali, un paquistaní de 38 años, pasó por el mismo trago que Salim y ya puede contar sus penurias desde su casa en Suffern, Nueva York. Al fin y al cabo, su familia fue afortunada y supo de su detención al instante: su propia mujer le llamó llorando para informarle de que había más de 20 agentes en su casa llevándose todas sus pertenencias. «Me denunciaron mis ex socios», recuerda. «Yo les había llevado a los tribunales por desavenencias económicas y ellos se vengaron diciendo que yo pertenecía a Al Qaeda. Sabían que con sus influencias en la Fiscalía de distrito no les resultaría difícil salirse con la suya, y funcionó». El juez estimó que el paso de Syed por las Fuerzas Aéreas de Pakistán era motivo más que suficiente de sospecha. De poco sirvieron sus 15 años en suelo estadounidense como respetable ciudadano de clase media-alta (casa de medio millón de dólares, tres coches, familia feliz). «Pensé que todo aquello era un error y me entregué con la conciencia tranquila», recuerda. «Al día siguiente me encontraba ante un juez que me decía que estaba siendo investigado por actividades terroristas...». Durante los tres meses y medio que pasó en prisión, Syed compartió rejas con criminales de alto riesgo. «A pesar de toda la escoria que había allí, yo era el más odiado de todos», recuerda. «Me llamaban Osama y me amenazaban las 24 horas del día. En muchas ocasiones llegué a temer por mi vida». Todas las propiedades y cuentas de Syed fueron congeladas. Su mujer y tres hijos tuvieron que mudarse a casa de sus cuñados con lo puesto. Para sorpresa de cualquiera, ni el sospechoso ni su familia fueron nunca interrogados por el FBI. El juez que llevaba su caso perdió la paciencia al ver que nadie le ofrecía ninguna prueba que le relacionara con los atentados y que ni siquiera se estaba llevando a cabo una investigación. «Por primera vez en mi vida, me he avergonzado de ser estadounidense», asegura su mujer, Delillah. Por si acaso, en el coche de la familia han puesto ahora una pegatina bien visible: «Contra el terrorismo, todos unidos». Pero Syed Ali sigue mirando hacia atrás sin acabar de creerse lo ocurrido: «Se ha hecho Justicia, pero... ¿quién limpia mi reputación ahora? ¿Quién repara todo el daño que se le ha hecho a mi mujer y a mis hijos?». Muchas otras familias esperan que también se haga Justicia con sus seres queridos. Como cada sábado desde hace más de 30 semanas, los más atrevidos se manifiestan en el Metropolitan Detention Center de Brooklyn, a los gritos de «¡Dadnos sus nombres!» y «¡FBI: no más raptos!». La orden judicial que ha obligado al Gobierno de EEUU a facilitar la lista de los detenidos ha dado esperanzas a las asociaciones que contra viento y marea han enarbolado durante estos meses la bandera de la libertades civiles. Barbara Olhansky, del Centro por los Derechos Constitucionales, podría decirlo más alto, pero no más claro: «El Gobierno estadounidense está arrestando a estas personas de forma totalmente arbitraria, exactamente igual que las peores dictaduras por las que tanto se escandaliza la gente de este país».
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