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Carta a Monseñor Romero.

Jon Sobrino. SJ. Teólogo Querido Monseñor: Acabamos de escuchar dos bellas lecturas, animantes y también cuestionantes. «¿Quién podrá hacerles mal, si ustedes se empeñan siempre en hacer el bien? Estén siempre preparados para responder a todo el que les pida razón de la esperanza» (1Pedr 3, 13-15). Así escribían a una comunidad de unos cristianos decaídos. Y hemos escuchado la palabra de Jesús: «El Espíritu del Señor está sobre mi porque me ha ungido para llevar la buena noticia a los pobres» (Lc 4, 16) Estas palabras resonaron hace dos mil años y volvieron a resonar en tu catedral. Ahora las queremos recordar, porque, como tú bien dijiste, «la palabra -tu palabra- queda», «más cortante que una espada de dos filos, que llega a lo hondo del corazón y saca a luz lo que está oculto». Y buena falta nos hace una palabra que diga nuestra verdad. Bien sabes que no todos te ven así. Hay irredentos que persisten en silenciarte, enterrarte de una vez. Por coincidencia, este año quieren acallar tu palabra con otras que vienen del norte y que traen prosperidad -así nos dicen-, aunque no dicen si traen misericordia, justicia y verdad. Y es que el calendario nos ha jugado una mala pasada. «El 24 de marzo» no es sólo una fecha, sino un símbolo entrañable para el pueblo salvadoreño, para todos los pobres del mundo y para todos los hombres y mujeres de buena voluntad. Pues bien, ese día llega al país el presidente de los Estados Unidos. No importa ahora su nombre, pero si es importante recordar qué han hecho sus gobiernos con nuestro país y con los pobres de este mundo. Lo último ha sido en Afganistán. Cierto es que lo del 11 de septiembre fue terrible, pero la reacción ha sido cruel e injusta: el 7 de octubre comenzaron los bombardeos contra Afganistán -uno de los tres países más pobres de la tierra- que han costado la vida a miles de seres humanos -más el hambre y frío. En tres meses han lanzado 12.000 toneladas de bombas y cada día gastan en la guerra 30 millones de dólares. Lo que hicieron aquí, bien lo recuerdas, Monseñor. Al presidente de entonces le escribiste: «Estamos hartos de balas y armas. El hambre que tenemos es de justicia, alimentos, educación y programas efectivos de desarrollo equitativo». Y después, comenzada ya la guerra, enviaban un millón de dólares al día a un ejército cruel y criminal. Ya ves, Monseñor. Un 24 de marzo ha unido lo que Dios nunca hubiese unido: servicio y arrogancia, verdad y engaño, amor y crueldad, dar la vida y quitarla. Por mucho que quieran explicarlo han mancillado tu día. Por eso comenzamos pidiéndote el milagro mayor de que nuestro hermano país del Norte se convierta, deje de ser imperio opresor y arrogante, y encuentre gozo en ser -junto con otros- un miembro más de la familia humana. Pero el calendario nos ha traído otra coincidencia feliz. El 24 de marzo es domingo de ramos. ¡Los «ramos» con que comienza la Semana Santa se encuentran con los «romeros», peregrinos, que quieren seguir tus pasos! No es extraño. Transitan por la misma vereda, la que lleva a Jerusalén y al Hospitalito, al amor más grande de dar la vida, amor del que vivimos los seres humanos. De todas formas dos cosas quiero pedirte este 24. La primera es la conversión del imperio del norte. Y la segunda es, ya que su presencia nos recuerda a Afganistán, que aquí en El Salvador -aun en medio de nuestros inmensos problemas- no nos encerremos en nosotros mismos, sino que, desde nuestra pequeñez, nos abramos a la solidaridad con los hombres y mujeres de Afganistán y de todos los que sufren en el mundo, en África sobre todo. Ya que hablamos de milagros, bien sabes cuán necesitada está la gente de ellos, y cuánto te piden que les hagas favores. Estoy seguro de que, como cuenta el Éxodo, «el clamor de los salvadoreños y salvadoreñas llega hasta ti, y bien visto tienes su sufrimiento», la injusticia, la mentira, la corrupción, el egoísmo estructural, que se ha convertido en el aire que respiramos. Los pobres, «tu pobrería», tienen toda la razón para pedirte milagros, pues no saben a quién acudir cuando tantas puertas se les han cerrado, tantas promesas han sido palabras vanas, tantas veces se han quedado con las manos vacías y tantas veces han tenido que abandonar esta tierra, pues en ella ya no pueden vivir. Tienen derecho, pues, a pedirte milagros. Pero hay algo que no me deja del todo tranquilo, y de ello quiero hablarte. No me preocupa que los ilustrados del primer mundo lo consideren como superstición, pero sí me preocupa lo que escuché hace dos años a uno de los sacerdotes que acompañó al pueblo en los momentos de represión y guerra. «¿Qué más quieren pedir a Monseñor -decía a su gente- , si ya les ha dado todo lo que tenía? Les dio su vida». Y el sacerdote proseguía con estas palabras: «Monseñor ya lo ha dado todo. Ahora nos toca dar nosotros». Me parecen palabras muy atinadas. Veintidós años después seguimos recordándote y celebrándote. Es como un inmenso desahogo cariñoso de los pobres y de las personas de buen corazón. Es la fiesta del pueblo salvadoreño. Y esa batalla, no la de los irredentos, ya está ganada. Pero hay que ganar la otra, más importante: que hagamos lo que tú hiciste, que hablemos como tú hablaste, que arriesguemos como tú arriesgaste y que amemos como tú amaste. Ese es un segundo milagro que te pedimos: el milagro de seguirte y, siguiéndote a tí, sigamos a Jesús. ¿Y tu Iglesia? Muchas cosas buenas hay en ella, Monseñor. Junto a posters, estampas, música, estatuas, plazas, libros -todo ello dedicado a tu memoria-, en los cantones y en los suburbios, en algunos colegios y parroquias, la gente hace un esfuerzo sincero para ser fiel a tu memoria. En Soyapango escuché a un joven que decía: «recordamos a los mártires porque nos ayudan a seguir a Jesús». Hay, pues, cosas buenas. Pero, siendo sinceros, tu defensa de los pobres, tu profecía, tu misericordia, y tu hambre y sed de justicia ya no impregnan el cuerpo eclesial como antes. «Es que las cosas han cambiado», nos dicen ideólogos, políticos y gobernantes, y las oímos también en la Iglesia. Bien estaba -parecen decirnos honrada o hipócritamente- el vigor y el pathos que tú tuviste para defender a víctimas y confrontar a victimarios, bien estaba tu defensa de las comunidades de base, de la teología de la liberación, el acompañamiento a los cristianos comprometidos. Pero ahora, bueno es -o al menos tolerable- que proliferen movimientos, métodos pastorales, espiritualidades, que tienen en común el desentendimiento del mundo por parte de la Iglesia, el abandono de los pobres a su miseria, el dejarse cooptar por los poderes económicos, políticos, de los medios... «Las cosas han cambiado», oímos una y otra vez, pero no nos lo explican bien. No dicen, por ejemplo, que en el país hoy hay más pobreza que en tu tiempo y que quienes hoy bandonan el país son muchos más que ayer. Y no nos dicen que en el mundo, la relación de ricos y pobres era de 1 a 30 en 1960, y eso ha cambiado: hoy es de 1 a 74. Entre 1990 y 2001 la ayuda oficial al desarrollo disminuyó en un 20%. El mundo ha cambiado, evidentemente, pero me temo, Monseñor, que quienes más hemos cambiado somos nosotros -también los miembros de la Iglesia. La guerra ha terminado. ¿Y la injusticia? Y la pregunta es crucial, pues tú decías: «Yo denuncio, sobre todo, la absolutización de la riqueza. Este es el gran mal de El Salvador». ¿Ha cambiado «eso»? ¿Ha cambiado el egoísmo que configura nuestro país, que lo divide en pocos con toda clase de lujos y en muchos con toda clase de penurias, que guía la política y las finanzas? Isaías y Amós denunciaban a los que acaparaban «campo a campo», dejando a otros sin nada. Las cosas cambian, sí, y hoy es «banco a banco» . Lo que no cambia es la necesidad de la denuncia profética de la Iglesia de Jesús, a quien se le removían las entrañas al ver a un pueblo oprimido. No sólo represión y guerra, sino también la injusticia que produce la muerte lenta de la pobreza, la mentira que la encubre y el desprecio al pobre que acompaña a ambas es lo que hay quedenunciar. Y, por cierto, eso era lo que denunciaba Jesús de Nazaret. En la Palestina de su tiempo no había guerra civil ni cruel represión masiva, ni tampoco había movimientos revolucionarios organizados (aunque hubiese pequeños grupos de rebeldes). Lo que había es lázaros y epulones, viudas y escribas, y eso es lo que desencadenó la misericordia del Señor, y también su ira y su profecía. ¿Han cambiado estas cosas desde el tiempo de Jesús? Te pedimos Monseñor el milagro de ver la realidad como es y no como nos gustaría que fuera. A propósito de los milagros, otra cosa me preocupa, aunque no es tan importante como las anteriores, y es tu canonización. Las curias trabajan con mucha lentitud y a veces no es fácil comprender sus conclusiones. ¿Cómo dudar de que Rutilio fue santo y mártir? Por eso es notable que se necesiten tantos años y cueste tanto dinero descubrir cosas obvias. Pero lo que más me preocupa es otra cosa. Puede parecer un poco teórica, pero creo que todos lo pueden entender. Para canonizar a alguien hay que hacer un milagro, es decir, algo que viole las leyes de la naturaleza, cosa que sólo puede venir de Dios. Y me viene la pregunta: ¿es ése el mejor modo, y el más claro, que tiene Dios para mostrarse como Dios? Yo creo que el Dios de Jesús era otra cosa. Se mostraba, ante todo, con compasión y amor a los pequeños, con acogida a los pecadores y marginados. Y ese amor es poderoso. No sé si viola las leyes de la naturaleza, pero tiene fuerza para cambiarnos a nosotros, seres humanos, para cambiar los corazones de piedra en corazones de carne, la aflicción en gozo, la marginación en familia, la mentira en verdad, la debilidad en compromiso, muchas veces hasta dar la vida. ¿No es éste el mayor «milagro» que hace Dios? ¿No es éste el mayor milagro que hacen ustedes, los que han vivido humanamente, cristianamente, «santamente»? Eso es lo que aquí captamos. Es cierto que a ustedes también les piden curaciones, sobre todo lossencillos, y resolver problemas que parecen insolubles, pues no tienen a quien acudir. Pero se lo piden porque ven en ustedes un gran amor. Y, aunque quizás me equivoque, lo que más aprecian de ustedes -arreglen o no sus problemas- es que les infunden dignidad y esperanza, ánimo para seguir trabajando, luchando y viviendo, milagro mayor en nuestro mundo cruel. Por eso encienden candelas, caminan en procesión y enarbolan posters con sus rostros y palabras. No creo que lo que acabo de decir cambie el proceso de las canonizaciones. Médicos y expertos habrá que den sus dictámenes sobre cánceres curados milagrosamente, aunque cuando pienso en esto siempre le pregunto a Dios, con respeto y sin esperar respuesta: «Señor, ¿por qué sólo curan a uno y no a los millones de enfermos de sida?». No sé que dirán las curias, y quizás sea más fácil determinar un milagro, de ésos que ocurren dos o tres veces al año, que los muchos milagros cotidianos, de los que hemos presenciado por millares en estos años: cambiar en el fondo del corazón, amar a los pobres hasta el final, perdonar a los verdugos... Estos son los milagros que hace Dios a través de ustedes, los «santos» más conocidos, y también a través de las víctimas, las de El Mozote, las de Ruanda, las de Afganistán, los «desconocidos» de siempre... Monseñor, ¿cómo les vamos a olvidar a ustedes, hombres y mujeres que hacen los verdaderos milagros en nuestros días? ¿Dónde está hoy «la voz de los sin voz»? ¿Dónde están «los que no quieren seguridad mientras no se la den a su pueblo»?¿Dónde están «los que se alegran de que la Iglesia sea perseguida por ser profeta y anunciar utopías»? ¿Dónde están «los que llaman a los excluidos, a los emigrantes, las maras, los jóvenes sin futuro, las mujeres explotadas ´pueblo crucificado´ y ´siervo de Yahvé´»? ¿Dónde están los que hoy nos hacen presente a Jesús de Nazaret y nos muestran el camino a Dios? No es fácil encontrarlos, a ellas y a ellos. En la plenitud con que ustedes fueron testigos no hay muchos. Tú si fuiste uno de ellos Monseñor. El sufrimiento de los pobres te llegó al corazón, y nada ni nadie lo relativizó, como si hubiese cosas más importantes, incluida la Iglesia. «Nada hay tan importante como la vida humana, sobre todo la vida de los pobres y oprimidos». Una semana antes de tu asesinato, enmedio de una cruel represión, cuando de fuera te preguntaron qué hacer ,contestaste lapidariamente: «que no se olvide que somos hombres, y aquí están muriendo, huyendo, refugiándose en las montañas». El sufrimiento de los pobres fue lo último para ti, Monseñor, y ante ello tu primera y última respuesta fue estar con ellos, con misericordia y verdad. Quiero terminar con palabras tuyas, en forma de oración y traducidas al día de hoy: «En nombre de Dios y en nombre de este sufrido pueblo cuyos lamentos suben hasta el cielo, cese la injusticia y la mentira, cese la burla y la corrupción, cese la pobreza y la marginación, cese la arrogancia y el desprecio». Y ojalá superemos también en la Iglesia la religiosidad infantilizante, el verticalismo autoritario, la marginación de la mujer. Y sobre todo, tus palabras de esperanza. «Sobre estas ruinas brillará la gloria del Señor», palabras que hemos citado muchas veces después del terremoto. Queremos proclamar ahora la esperanza que aprendimos de ti: «Sobre este país descarriado brillará la verdad y la justicia, la paz y la solidaridad, el futuro para los jóvenes, el respeto para niños y mujeres, la acogida para campesinos y obreras». Finalmente, te pedimos, Monseñor, que la Iglesia llegue a ser aquella mesa grande con que soñaba Rutilio, con manteles largos para todos cada cual con su taburete y que a nadie le falte la tortilla y el conqué. Así seguiremos a Jesús y podremos repetir las palabras que hemos escuchado antes: «Hemos sido enviados a anunciar la Buena Nueva a los pobres». «Nadie nos hará el mal, pues estamos empeñados en hacer el bien». «Daremos ante el mundo razón de nuestra esperanza». 22 de marzo, 2002.
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