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Por favor, ¡pirateen mis canciones!

Soy un músico con suerte. Mi grupo ha vendido, por los pelos, más de 10.000 copias de su primer LP. En un mundo en el que Enrique Iglesias coloca seis millones de CDs cantando así, esta modesta cifra tampoco es para tirar cohetes. Pero si me aplicase tanto como futbolista, jugaría en primera división y, si me dedicase a la medicina con tanto éxito, sería neurocirujano. Durante un par de semanas del mes de abril de 2000, uno de nuestros singles se coló en el número diecisiete de las listas de ventas en España; el número tres, si se contaba únicamente a los artistas nacionales. Cada año salen 32.000 discos nuevos al mercado en todo el mundo y sólo 250 convencen a más de 10.000 compradores. Apenas el 0,7% de los músicos que han presentado disco el año pasado (la gran mayoría no llega siquiera a grabar) es más afortunado que yo. Se pensarán que nado en dinero. O que, por lo menos, vivo dignamente de mis habilidades musicales. ¿Cuánto cobra el 0,7% con más suerte de su profesión? No les aburriré con cifras pero, tras tres años de esfuerzos hasta conseguir ver mi LP en las tiendas, sólo he ganado poco más de medio millón de pesetas (unos 2.800 US$) por venta de discos y derechos de autor. Apenas 14.000 pesetas al mes es lo que me ha rentado mi afortunada carrera musical. Mi parte alícuota del local de ensayo –la garantía de que mis vecinos no me echarán de casa por ruidoso– me sale por seis mil pesetas al mes. Estas navidades quemé la mitad de mis beneficios en un teclado nuevo, un capricho. Si tuviera un gerente con facultad para vetar mis presupuestos, seguiría tocando con el casiotone que me regalaron los Reyes Magos en 1986. No culpo a la piratería de mi bancarrota. No a la de «sexo, drogas y rock and roll» que aparece en el anuncio de pésimo gusto con el que la SGAE (Sociedad General de Autores y Editores) intentó concienciar a los melómanos de la necesidad de pasar por su caja. Como la gran mayoría de los chiflados que malgastamos nuestro tiempo en locales de ensayo y nuestro dinero en instrumentos y amplificadores, prefiero la satisfacción personal de saber que alguien se molesta en escuchar mi música a las treinta pesetas que me tocan por cada copia vendida (la cuarta parte si el disco está de oferta o es comprado durante una campaña de televisión). Si mi gerente, ese imaginario del que les hablaba antes, fuese listo, estaría de acuerdo conmigo. Por cada concierto que doy, gano, dependiendo del aforo y la generosidad del promotor, entre 15.000 y 60.000 pesetas limpias. Prometo que si acuden a alguno de ellos, no les pediré una fotocopia del código de barras del CD para entrar. Como todos los músicos que hayan hecho las cuentas, sé que son más rentables 100.000 fans piratas que llenen mis conciertos a 10.000 originales. El mp3, Napster o Gnutella tampoco van a acabar con la música. Ni con la mía ni con la de nadie. Les aseguro que, afortunadamente, puedo prescindir de las 14.000 pesetas mensuales que generan mis derechos de autor y mis royalties. A Metallica, y a cualquier grupo superventas, la regla, aunque sus cifras sean mayores, le vale igual. Dan mucho más dinero los conciertos, las camisetas y los anuncios que un grupo de su fama puede grabar, que el royalty (entre el 8 y el 15% del precio de venta a mayorista) que pagan las multinacionales por disco vendido. Es cierto que las compañías discográficas costean la grabación y la promoción de los músicos, pero ¿conocen algún otro negocio en el que el reparto entre los que aportan la idea y la mano de obra y los que ponen el dinero sea tan desigual? Les confieso que no entiendo las razones que movieron a Metallica y compañía a poner la cara por sus patrones. Todo, para que sus fans se la partan, pacte Dios con el Demonio y Napster pase de pirata a corsario. A mí se me habría puesto cara de tonto. La distribución gratuita de las canciones por Internet no terminará con la creación musical, pero espero que sí lo haga con los abusivos tratos que impone la industria discográfica. Y eso que los «juntanotas», con el tiempo, hemos mejorado bastante. Si los pobres músicos de blues de los años cuarenta –esos a los que el sello RCA (hoy, propiedad de Bertelsmann, el socio de Napster) pagaba seis dólares y una botella de bourbon por grabar sus canciones– oyesen los lamentos del batería de Metallica, Lars Ulrich... No puedo alegar que no sabía dónde me metía cuando hace un año y medio firmé mi contrato con Universal Music. En aquella reunión, un alto directivo de la compañía me resumió en una sola frase los nueve folios del acuerdo: «Las discográficas somos un mal necesario». No lo voy a negar. Sin ellas, mi grupo jamás habría vendido 10.000 discos. Aunque estoy seguro de que sí hubiese podido regalarlos. Ignacio Escolar N.B. Este artículo fue publicado por primera vez hace un año en Baquía.com y ha sido recientemente galardonado con el primer premio de periodismo digital José Manuel Porquet.
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