Nuestra tierra vasca no es hoy un remanso de paz, sino una zona turbulenta de conflicto. Tenemos muchos enfrentamientos. Pero somos también ciudadanos del mundo. Nos apesadumbra el conflicto mundial recrudecido a partir del 11 de septiembre. La comunidad católica acaba de celebrar el 1 de enero la «Jornada mundial por la Paz». El mensaje de Juan Pablo II escrito para esta ocasión inspira básicamente las reflexiones morales de un pastor profundamente preocupado que quiere ofrecer un gramo de luz y de esperanza.
1. Un crimen abominable
El ataque a las Torres Gemelas causó cerca de 4.000 muertes inocentes. Ha creado un reguero de sufrimiento, ha herido la moral de todo un pueblo, ha provocado fuertes sentimientos de revancha. Ha sido un acto de terrorismo puro y duro. No tiene la más mínima justificación moral.
«Es un auténtico crimen contra la humanidad» (J.P. II, nº 4).
2. Un derecho real y limitado
La humanidad tiene el derecho y el deber de defenderse contra esta terrible agresión. Al ejercerlos
«debe atenerse a reglas morales y jurídicas tanto en la elección de los objetivos como en la de los medios. La identificación de los culpables ha de ser probada debidamente... La culpabilidad no puede extenderse a las naciones, etnias o religiones a las que pertenecen los terroristas». (nº 5)
Hiere nuestra sensibilidad moral el ataque aéreo persistente a una población pobre y sufrida, ya machacada por guerras recientes y regímenes opresores. Las víctimas civiles podrían rondar los 4.000. Al parecer, otros países pueden padecer próximamente castigos semejantes. A muchos ciudadanos nos cuesta creer que sea moralmente justificable el recurso a esos medios. Por otro lado, los escasos datos a los que nos permite el acceso una prensa severamente censurada delatan matanzas y crueldades de todo punto reprobables para una conciencia formada y sensible.
3. ¿Seguridad versus libertad?
Una agresión tan brutal y tan diferente de otros atentados ha revelado la situación de potencial inseguridad en la que nos encontramos los ciudadanos occidentales. Tal situación provoca miedo e induce en los ciudadanos odio al agresor, sensación de alerta continua y demanda exigente de seguridad a las autoridades. Las medidas de seguridad adoptadas en Estados Unidos, en Inglaterra y acariciadas en otros países europeos descompensan el equilibrio mutuo del binomio
«seguridad-libertad». En aras de la seguridad se tiende a sacrificar la libertad. Es cierto que situaciones de emergencia pueden tornar legítimo y necesario el recorte de la libertad y privacidad de los ciudadanos. Pero es igualmente cierto que, tratándose de ciudadanos no convictos, tales recortes nunca deben afectar al núcleo intangible de dicha libertad. Muchos y afamados juristas han rechazado estas restricciones que, por otro lado, no pueden garantizar la seguridad que prometen.
4. ¿El Bien contra el Mal?
Cada uno de los antagonistas exhibe ante el mundo su combate como la lucha del Bien contra el Mal. Se canoniza a sí mismo y demoniza al enemigo. Nos tememos que esta visión dualista no refleja rigurosamente la realidad. No se trata al menos principalmente de un combate entre democracia y totalitarismo, entre libertad y dependencia, entre tolerancia e intolerancia, entre modernidad ilustrada y estadio premoderno. Así podría concebirse desde Occidente. Tampoco se trata de la lucha entre un mundo incontaminado y otro corrompido por el progreso, entre el sentido solidario y el individualismo, entre la fe entusiasta y la fe desmayada o inexistente. Así se vería desde el mundo musulmán.
«La línea divisoria entre el Bien y el Mal no pasa por fuera de nosotros, atraviesa nuestro propio corazón» (G. Marcel). Hay valores occidentales que es preciso mantener y ofrecer. Hay valores de otras culturas que es bueno incorporar. Hay en ambos lados contravalores antihumanos que es necesario neutralizar.
5. «No se mata en nombre de Dios» (nº 6)
Con frecuencia el terrorismo
«no sólo utiliza al hombre sino también a Dios haciendo de Él un ídolo del que se sirve para sus propios objetivos» (nº 6). Tristemente hemos visto la tentación de utilizar a Dios plasmada en ambos contendientes. Hemos escuchado cómo se invocaba a Alá.
«Es una profanación de la religión proclamarse terrorista en nombre de Dios» (nº 6). Pero hemos visto también cómo desde Occidente se recurría a Dios para ampararse en su nombre y acapararlo a su favor. Seguramente de un lado y de otro se ha intentado concitar la fuerza del sentimiento religioso para lograr adhesiones más firmes a su bando. Con esta conducta han favorecido una visión de la religión como un potencial volcánico que nos hace proclives a la violencia. ¿Cómo no indignarse de esta burda deformación del Dios misericordioso de Mahoma y del Dios-Amor de Jesucristo?
6. Las raíces del terrorismo
«El reclutamiento de los terroristas resulta más fácil en los contextos sociales en los que los derechos humanos son conculcados y las injusticias se toleran durante demasiado tiempo. No obstante es preciso afirmar con claridad que las injusticias existentes en el mundo nunca pueden utilizarse como pretexto para justificar los atentados terroristas». (nº 5)
Occidente tiene en adelante ante sí dos caminos: seguir golpeando contundentemente el terrorismo islámico mediante una escalada militar contra ese escurridizo y temible enemigo o reflexionar sobre el caldo de cultivo en el que se produce la reacción terrorista. Un combinado explosivo de fanatismo religioso, de estadio de civilización premoderno y de pobreza extrema y desesperada han convergido en la emergencia y desarrollo de este terrorismo. Pero es preciso añadir otro factor decisivo: la conciencia de padecer una severa opresión por parte de los EE.UU. y del mundo occidental. Tal conciencia no es del todo infundada. Con bastante frecuencia estas potencias han intervenido en el ancho mundo de manera insolidaria y violenta, inspirada ante todo en la búsqueda de sus propios intereses.
7. Apagar el polvorín de Oriente Medio
El análisis de las causas tiene que conducir a la previsión de los remedios. Es preciso
«solucionar con valentía y determinación» situaciones de «opresión y marginación que incitan al terrorismo» (nº 5). Muchos analistas estiman que el punto doliente del mundo árabe es Palestina. Los obstinados ataques terroristas de los palestinos y la durísima posición y crueles represalias de Israel están extenuando a ambos pueblos y enviciando las relaciones árabes con el mundo occidental, particularmente con los EEUU, sensiblemente proclives a Israel.
Es justo que los palestinos tengan su Estado en aquella tierra que ha sido suya durante siglos y de la que muchos de ellos han sido expulsados por los judíos. Es justo que el pueblo secularmente errante de Israel quiera retener también su tierra originaria. No es justo que sucesivas resoluciones de la ONU encaminadas a componer ambos derechos no hayan sido atendidas. Oslo fue hace pocos años una inyección de esperanza oxigenante. Recuperar y plasmar el
«espíritu de Oslo» será un paso importante hacia la justicia y la paz.
«No hay paz sin justicia; no hay justicia sin perdón».
8. Reconstruir Afganistán
Debilitado por guerras sucesivas, oprimido por el gobierno talibán, arrasado por los bombardeos, diezmado a causa del exilio, del hambre y la enfermedad, el pueblo afgano necesita una intensa y urgente reconstrucción material, política, social y moral. Occidente le debe en justicia este necesario servicio. Afganistán es hoy una herida abierta en la conciencia del Primer Mundo.
9. Contribuir a la promoción económica y educativa de los pueblos árabes
La extrema pobreza y la mentalidad premoderna de estos pueblos en cuanto a derechos y libertades constituyen no sólo lacras sociales y culturales que les afectan profundamente sino riesgos constantes para la paz mundial. Por justicia distributiva y por seguridad propia los países desarrollados hemos de asumir de manera responsable y sistemática la promoción de la economía, de la salud y de la educación de un mundo sufriente y peligroso.
10. Una autoridad mundial moderadora
Los criminales ataques, perpetrados en el pasado y posibles en el futuro, no pueden ser respondidos por una potencia que sea juez y parte en el conflicto. Es preciso evitar de raíz toda conducta vindicativa. Es necesario arbitrar un Tribunal Internacional encargado de juzgar justamente a los culpables. Se impone una efectiva Organización de las Naciones Unidas que, sin plegarse a los dictados de ninguna superpotencia pueda, con el respaldo de los Estados, intervenir eficazmente para apaciguar los conflictos, tomar resoluciones justas y promover el despliegue de los pueblos infradesarrollados. Es imprescindible una reorientación del Banco Mundial y del FMI que proporcione los medios materiales para esta tarea de solidaridad y de paz. Seguramente estamos aún muy lejos de estas metas. Pero si no avanzamos firme y aceleradamente hacia ellas no pasaremos de ser, en el mejor de los casos, una fortaleza insolidaria y amenazada.
11. «El mal no tiene la última palabra» (J.P. II)
A partir del 11 de septiembre han crecido sensiblemente el sentimiento de vulnerabilidad y el miedo.
«Ante tal estado anímico la Iglesia desea dar testimonio de su Esperanza, fundada en la convicción de que el mal... no tiene la última palabra en los avatares humanos... La historia del mundo... está siempre acompañada por la solicitud diligente y misericordiosa de Dios»(nº 1).
Nos queda pues, el tesoro de la esperanza, sin la cual el ánimo de las personas y los pueblos se desmorona y su iniciativa se paraliza. Los cristianos tenemos la gran suerte de poderla fundamentar en el mismo Señor y la gran responsabilidad de tenerla que infundir a nuestros conciudadanos.
+Juan María Uriarte
Obispo de San Sebastián